Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo
Con la promulgación de la carta constitucional en 1991, los colombianos creyeron que era posible transitar el camino hacia un país más justo. Sancionada en el contexto complejo de múltiples violencias, la Constitución de 1991 recogió sueños e intentó que las deudas históricas que el Estado colombiano mantenía -y que aún mantiene- con los indígenas y afros, se empezaran a pagar. 18 años después el saldo sigue en rojo.
Como un pacto de paz y como una apuesta de futuro, la Constitución Política de 1991 ha venido resistiendo los golpes de los grupos de poder que ven en ella un peligro no sólo para que indígenas y negros puedan reivindicar sus luchas y proyectos culturales autónomos y distintos, sino para que el resto de los colombianos que hoy acuden a sus mecanismos de participación ciudadana y al derecho de amparo, puedan defenderse de un Estado cada vez más ilegítimo y en riesgo de fracasar en su tarea de mantener la unidad territorial y simbólica de la nación.
El espíritu de una constitución liberal, garantista y en franca consonancia con los nuevos tiempos, apenas si logra mantenerse altivo en medio de las contrarreformas y las actuaciones de gobernantes que han visto en él y en ella, la Constitución, riesgos para un “establecimiento” que extraña el espíritu -y la letra- de la Constitución de 1886, conservadora, violenta y excluyente.
Hoy, cuando ese espíritu de la Carta de 1991 apenas si logra deambular en medio de los colombianos que ven aún en él y en ella un camino de esperanza, hay que preguntarse por qué el Pacto de 1991 no sólo no logró saldar las deudas con negros e indígenas, sino superar las circunstancias que históricamente han hecho ilegítimo e incluso inviable, al Estado colombiano.
Intentaré varias respuestas, en un ejercicio que no termina en esta columna de opinión. La primera, que si bien la Constitución de 1991 fue asumida como un pacto de paz, como un nuevo contrato social por los constituyentes, las élites económicas y los poderes de facto, asociados y vinculados con sectores de poder político y económico, vieron en ella riesgos por su espíritu liberal y garantista.
La segunda, que no se dio un proceso de educación agresivo que fincara en las conciencias de los colombianos, el mandato de la Carta Política, razón por la cual hoy no hay movilizaciones populares para defenderla, a pesar de las modificaciones y cambios que ha sufrido y que han beneficiado a unos pocos o mejor, a una persona en particular. La enseñanza de la constitución y de su espíritu necesita de estrategias que van más allá del diseño de cursos y asignaturas y de la divulgación de cartillas. Quizás se necesite que el texto constitucional, por ejemplo, atraviese la formación de todos, en un ejercicio que se conoce como formación integral. Es decir, que todo cuanto se enseñe en las aulas de escuelas, colegios y universidades esté soportado y explicado en el marco constitucional de 1991.
Educar en libertad y para la libertad, para la autonomía, para la defensa de los derechos y para exigirle al Estado que cumpla con sus obligaciones ha sido y es una tarea pendiente que nos dejaron los delegatarios. Tarea que jamás fue recogida por agentes del Estado que debieron asumir el reto de divulgar, de formar y educar a partir de ese espíritu constitucional que abrió esperanzas y caminos posibles para lograr, por fin, un país incluyente y viable.
Sin duda, faltó educación y esfuerzos pedagógicos para que todos los colombianos entendiéramos el espíritu de la carta política de 1991 y con él, las responsabilidades del Estado, y claro, nuestras obligaciones como ciudadanos. De haberse dado ese trabajo educativo, serio y prolongado en el tiempo, de seguro que hoy no aceptaríamos los golpes que se han dado a la constitución y menos aún, la violación permanente de sus mandatos por parte de quienes desde el gobierno agencian los intereses del Estado.
La tercera, que por un lado va la Constitución Política y por el otro, el modelo de desarrollo económico, pero especialmente, la idea de país que las élites han defendido históricamente. Es decir, los delegatarios concibieron el texto constitucional, pero no establecieron los mecanismos, ni las reglas y menos las exigencias a cumplir, por parte de la sociedad civil y otras instituciones jurídico-políticas, con el propósito de garantizar la inclusión de amplias mayorías y una vida digna a los asociados del Estado colombiano.
La cuarta, que las conciencias de empresarios, militares, industriales y banqueros siguen inmodificables en cuanto a enfrentar la inequidad y la injusticia social. Desde su racionalidad económica son incapaces de reconocer que mantener o ampliar la inequidad afectará en el mediano plazo sus proyectos económicos. De igual manera, siguen inmodificables las conciencias de las elites sociales, que aún creen pertenecer a una ‘raza superior’, y que el mestizaje es un asunto de otros; y en ese mismo sentido, que las cosmovisiones de indígenas y afros deben abolirse para poder garantizar la inclusión y aceptación de unos y otros en el seno de la sociedad colombiana.
Con la promulgación de la carta constitucional en 1991, los colombianos creyeron que era posible transitar el camino hacia un país más justo. Sancionada en el contexto complejo de múltiples violencias, la Constitución de 1991 recogió sueños e intentó que las deudas históricas que el Estado colombiano mantenía -y que aún mantiene- con los indígenas y afros, se empezaran a pagar. 18 años después el saldo sigue en rojo.
Como un pacto de paz y como una apuesta de futuro, la Constitución Política de 1991 ha venido resistiendo los golpes de los grupos de poder que ven en ella un peligro no sólo para que indígenas y negros puedan reivindicar sus luchas y proyectos culturales autónomos y distintos, sino para que el resto de los colombianos que hoy acuden a sus mecanismos de participación ciudadana y al derecho de amparo, puedan defenderse de un Estado cada vez más ilegítimo y en riesgo de fracasar en su tarea de mantener la unidad territorial y simbólica de la nación.
El espíritu de una constitución liberal, garantista y en franca consonancia con los nuevos tiempos, apenas si logra mantenerse altivo en medio de las contrarreformas y las actuaciones de gobernantes que han visto en él y en ella, la Constitución, riesgos para un “establecimiento” que extraña el espíritu -y la letra- de la Constitución de 1886, conservadora, violenta y excluyente.
Hoy, cuando ese espíritu de la Carta de 1991 apenas si logra deambular en medio de los colombianos que ven aún en él y en ella un camino de esperanza, hay que preguntarse por qué el Pacto de 1991 no sólo no logró saldar las deudas con negros e indígenas, sino superar las circunstancias que históricamente han hecho ilegítimo e incluso inviable, al Estado colombiano.
Intentaré varias respuestas, en un ejercicio que no termina en esta columna de opinión. La primera, que si bien la Constitución de 1991 fue asumida como un pacto de paz, como un nuevo contrato social por los constituyentes, las élites económicas y los poderes de facto, asociados y vinculados con sectores de poder político y económico, vieron en ella riesgos por su espíritu liberal y garantista.
La segunda, que no se dio un proceso de educación agresivo que fincara en las conciencias de los colombianos, el mandato de la Carta Política, razón por la cual hoy no hay movilizaciones populares para defenderla, a pesar de las modificaciones y cambios que ha sufrido y que han beneficiado a unos pocos o mejor, a una persona en particular. La enseñanza de la constitución y de su espíritu necesita de estrategias que van más allá del diseño de cursos y asignaturas y de la divulgación de cartillas. Quizás se necesite que el texto constitucional, por ejemplo, atraviese la formación de todos, en un ejercicio que se conoce como formación integral. Es decir, que todo cuanto se enseñe en las aulas de escuelas, colegios y universidades esté soportado y explicado en el marco constitucional de 1991.
Educar en libertad y para la libertad, para la autonomía, para la defensa de los derechos y para exigirle al Estado que cumpla con sus obligaciones ha sido y es una tarea pendiente que nos dejaron los delegatarios. Tarea que jamás fue recogida por agentes del Estado que debieron asumir el reto de divulgar, de formar y educar a partir de ese espíritu constitucional que abrió esperanzas y caminos posibles para lograr, por fin, un país incluyente y viable.
Sin duda, faltó educación y esfuerzos pedagógicos para que todos los colombianos entendiéramos el espíritu de la carta política de 1991 y con él, las responsabilidades del Estado, y claro, nuestras obligaciones como ciudadanos. De haberse dado ese trabajo educativo, serio y prolongado en el tiempo, de seguro que hoy no aceptaríamos los golpes que se han dado a la constitución y menos aún, la violación permanente de sus mandatos por parte de quienes desde el gobierno agencian los intereses del Estado.
La tercera, que por un lado va la Constitución Política y por el otro, el modelo de desarrollo económico, pero especialmente, la idea de país que las élites han defendido históricamente. Es decir, los delegatarios concibieron el texto constitucional, pero no establecieron los mecanismos, ni las reglas y menos las exigencias a cumplir, por parte de la sociedad civil y otras instituciones jurídico-políticas, con el propósito de garantizar la inclusión de amplias mayorías y una vida digna a los asociados del Estado colombiano.
La cuarta, que las conciencias de empresarios, militares, industriales y banqueros siguen inmodificables en cuanto a enfrentar la inequidad y la injusticia social. Desde su racionalidad económica son incapaces de reconocer que mantener o ampliar la inequidad afectará en el mediano plazo sus proyectos económicos. De igual manera, siguen inmodificables las conciencias de las elites sociales, que aún creen pertenecer a una ‘raza superior’, y que el mestizaje es un asunto de otros; y en ese mismo sentido, que las cosmovisiones de indígenas y afros deben abolirse para poder garantizar la inclusión y aceptación de unos y otros en el seno de la sociedad colombiana.
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