Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo. Profesor Asociado de la Universidad Autónoma de Occidente, Cali- Colombia
Hay quienes consideran que el humor político sirve -o debería servir- para generar estados de opinión pública divergentes a los tradicionales consensos sociales dominantes, o la llamada opinión pública, más allá de su aceptada tarea de hacer reír, mofándose del poder y de quienes lo ostentan. Y existen hasta quienes lo llegan a considerar, en particulares circunstancias políticas, como potencial movilizador de conciencias en torno a generar desbalances en eventos electorales.
Lo cierto es que el humor político, entendido aquel en el que se alude a hechos de la vida política de un país, a los protagonistas de la misma, como presidentes, congresistas, diputados, entre otros, ha servido históricamente como válvula de escape de conscientes y reconocidos malestares sociales a los cuales hay que permitirles algún tipo de salida o desahogo, para bajarle la presión social que ciertos grupos humanos pueden llegar a ejercer contra instancias gubernamentales que no atienden objetivamente sus sentidas demandas, es decir, la solución definitiva de esos malestares sociales.
También, hay que decir que el humor político pudo haber servido y servir aún, sin proponérselo sus generadores, como sedante socio-político, inoculado a través de la risa y de la hilaridad que generan representaciones bien logradas, que dejan la sensación en las audiencias que hay libertad para burlarse de los poderosos y que ello es suficiente para la democracia. Es decir, hasta ahí el humor cumpliría con una posible función natural.
Lo anterior supone la existencia de una sociedad moderna en la que el papel de los medios masivos resulta clave en la medida en que las caricaturas, las parodias y en general las manifestaciones humorísticas, cuentan con canales de expresión a los cuales se les reconoce aceptación y alto poder de penetración sociales, a través de mediciones de sintonía (rating).
El humor político exige unas condiciones óptimas para que las libertades de expresión y de prensa sean viables más allá de los decretos y normas diseñadas previamente para garantizarlas. Dentro de esas condiciones aparecen elementos como el carácter, la capacidad de aceptar críticas, exageraciones a rasgos físicos, de aquellos personajes de la vida pública, susceptibles de ser ‘víctimas’ de quienes hacen posible el humor. Por supuesto que esos mismos elementos se hacen visibles en quienes como parte de las audiencias, comparten los códigos expresivos, reconocen los contextos, los personajes y, lo más importante, aceptan que es posible, necesario y legítimo, enfrentar el poder político con la fuerza desvirtuante del humor.
El asunto pasa por las características individuales de quienes han hecho méritos suficientes para ser representados en una caricatura, en una parodia o a través de particulares personajes que más o menos recogen sus rasgos y discursos (ademanes y maneras de expresarse discursivamente). Pero igualmente, atraviesa ámbitos institucionales en los que se agrupan investiduras, uniformes y ciertas dignidades, que dan vida a instituciones importantes históricamente, pero cuya legitimidad e incluso, legalidad, son susceptibles de ser confrontadas a través del discurso humorístico.
En Colombia, el humor político tiene una larga tradición y ha servido, inclusive, para medir el grado de aceptación de un régimen, pero especialmente ha servido para dar rienda suelta a la posibilidad de retar al poder, desconociendo investiduras a través de la burla, la exageración de los rasgos humanos y en general, del carácter de sus protagonistas.
¿Qué tanto ha servido y sirve hoy el llamado humor político en Colombia para generar estados de opinión pública divergentes a los aceptados socialmente y a los que en materia de asuntos públicos, aparecen como dominantes y legítimos?
Esta pregunta y esta corta reflexión me asaltan hoy por la llegada a mi correo electrónico de uno de los tantos personajes creados por Jaime Garzón (q.e.p.d), en este caso, el reconocido Godofredo Cínico Caspa (en adelante GCC).
La pregunta bien merece un trabajo investigativo serio, que desborda, por supuesto, las intenciones y los alcances de esta columna. Por ello, y antes de intentar dar respuesta al interrogante, miremos en detalle el discurso expresado por el personaje GCC que, para las actuales circunstancias políticas que afronta Colombia, ha adquirido un carácter premonitorio, prospectivo y negativamente predictivo, a juzgar por las permanentes alusiones y comentarios que se pueden encontrar en la red internet.
Quizás ese carácter que muchos le dan a las ocurrencias de GCC, vaya en contravía del sentido de denuncia, de llamado a la conciencia colectiva e incluso de advertencia política, con el que posiblemente Jaime Garzón quiso que se entendiera el discurso de Godofredo Cínico Caspa.
Hay que decir que en sus personajes, Jaime Garzón no sólo ocultaba sus especiales dotes de hábil político, de analista y comentarista político, e incluso, de relacionista público[1], sino su agudo sentido histórico que lo hacía ver como un profundo conocedor de los problemas de Colombia. Garzón nos hizo reír, pensar y reflexionar, buscando quizás, generar estados de opinión pública divergentes en el momento, para comprender y advertir acerca de los cambios constitucionales, políticos e institucionales que se sucederían con el advenimiento de Uribe Vélez como Presidente de Colombia.
Lo expresado por Jaime Garzón, a través de Godofredo Cínico Caspa, señala lo siguiente:
“Qué orgullo patrio sentí al ver la revista esta Semana que trae en la tapa al Pacifista y Cooperativo, Dignísimo Gobernador de Antioquia, Álvaro Uribe Vélez. Un hombre de mano firme y pulso armado, líder que impulsa con su aplomado cooperativismo, pacíficas autodefensas; y él, iluminado en los soles de Farouk[2], ha dado en llamar Convivir. Acierta la revista Semana en cabeza del dirigente vástago César Gaviria al proyectar sobre el escenario nacional a esta neolumbrera neoliberal de esta nueva época caray. Es que a Álvaro le cabe el país en la cabeza. Él vislumbra a todo este gran país como una zona de orden público total, es decir, como un solo Convivir caray. Donde la gente de bien por fin podamos disfrutar de la renta en paz como debe ser y será él quien por fin traiga a los redentores soldados norteamericanos quienes humanizarán el conflicto y harán de Uribe Vélez el dictador que este país necesita. Buenas noches”.
Hay quienes consideran que el humor político sirve -o debería servir- para generar estados de opinión pública divergentes a los tradicionales consensos sociales dominantes, o la llamada opinión pública, más allá de su aceptada tarea de hacer reír, mofándose del poder y de quienes lo ostentan. Y existen hasta quienes lo llegan a considerar, en particulares circunstancias políticas, como potencial movilizador de conciencias en torno a generar desbalances en eventos electorales.
Lo cierto es que el humor político, entendido aquel en el que se alude a hechos de la vida política de un país, a los protagonistas de la misma, como presidentes, congresistas, diputados, entre otros, ha servido históricamente como válvula de escape de conscientes y reconocidos malestares sociales a los cuales hay que permitirles algún tipo de salida o desahogo, para bajarle la presión social que ciertos grupos humanos pueden llegar a ejercer contra instancias gubernamentales que no atienden objetivamente sus sentidas demandas, es decir, la solución definitiva de esos malestares sociales.
También, hay que decir que el humor político pudo haber servido y servir aún, sin proponérselo sus generadores, como sedante socio-político, inoculado a través de la risa y de la hilaridad que generan representaciones bien logradas, que dejan la sensación en las audiencias que hay libertad para burlarse de los poderosos y que ello es suficiente para la democracia. Es decir, hasta ahí el humor cumpliría con una posible función natural.
Lo anterior supone la existencia de una sociedad moderna en la que el papel de los medios masivos resulta clave en la medida en que las caricaturas, las parodias y en general las manifestaciones humorísticas, cuentan con canales de expresión a los cuales se les reconoce aceptación y alto poder de penetración sociales, a través de mediciones de sintonía (rating).
El humor político exige unas condiciones óptimas para que las libertades de expresión y de prensa sean viables más allá de los decretos y normas diseñadas previamente para garantizarlas. Dentro de esas condiciones aparecen elementos como el carácter, la capacidad de aceptar críticas, exageraciones a rasgos físicos, de aquellos personajes de la vida pública, susceptibles de ser ‘víctimas’ de quienes hacen posible el humor. Por supuesto que esos mismos elementos se hacen visibles en quienes como parte de las audiencias, comparten los códigos expresivos, reconocen los contextos, los personajes y, lo más importante, aceptan que es posible, necesario y legítimo, enfrentar el poder político con la fuerza desvirtuante del humor.
El asunto pasa por las características individuales de quienes han hecho méritos suficientes para ser representados en una caricatura, en una parodia o a través de particulares personajes que más o menos recogen sus rasgos y discursos (ademanes y maneras de expresarse discursivamente). Pero igualmente, atraviesa ámbitos institucionales en los que se agrupan investiduras, uniformes y ciertas dignidades, que dan vida a instituciones importantes históricamente, pero cuya legitimidad e incluso, legalidad, son susceptibles de ser confrontadas a través del discurso humorístico.
En Colombia, el humor político tiene una larga tradición y ha servido, inclusive, para medir el grado de aceptación de un régimen, pero especialmente ha servido para dar rienda suelta a la posibilidad de retar al poder, desconociendo investiduras a través de la burla, la exageración de los rasgos humanos y en general, del carácter de sus protagonistas.
¿Qué tanto ha servido y sirve hoy el llamado humor político en Colombia para generar estados de opinión pública divergentes a los aceptados socialmente y a los que en materia de asuntos públicos, aparecen como dominantes y legítimos?
Esta pregunta y esta corta reflexión me asaltan hoy por la llegada a mi correo electrónico de uno de los tantos personajes creados por Jaime Garzón (q.e.p.d), en este caso, el reconocido Godofredo Cínico Caspa (en adelante GCC).
La pregunta bien merece un trabajo investigativo serio, que desborda, por supuesto, las intenciones y los alcances de esta columna. Por ello, y antes de intentar dar respuesta al interrogante, miremos en detalle el discurso expresado por el personaje GCC que, para las actuales circunstancias políticas que afronta Colombia, ha adquirido un carácter premonitorio, prospectivo y negativamente predictivo, a juzgar por las permanentes alusiones y comentarios que se pueden encontrar en la red internet.
Quizás ese carácter que muchos le dan a las ocurrencias de GCC, vaya en contravía del sentido de denuncia, de llamado a la conciencia colectiva e incluso de advertencia política, con el que posiblemente Jaime Garzón quiso que se entendiera el discurso de Godofredo Cínico Caspa.
Hay que decir que en sus personajes, Jaime Garzón no sólo ocultaba sus especiales dotes de hábil político, de analista y comentarista político, e incluso, de relacionista público[1], sino su agudo sentido histórico que lo hacía ver como un profundo conocedor de los problemas de Colombia. Garzón nos hizo reír, pensar y reflexionar, buscando quizás, generar estados de opinión pública divergentes en el momento, para comprender y advertir acerca de los cambios constitucionales, políticos e institucionales que se sucederían con el advenimiento de Uribe Vélez como Presidente de Colombia.
Lo expresado por Jaime Garzón, a través de Godofredo Cínico Caspa, señala lo siguiente:
“Qué orgullo patrio sentí al ver la revista esta Semana que trae en la tapa al Pacifista y Cooperativo, Dignísimo Gobernador de Antioquia, Álvaro Uribe Vélez. Un hombre de mano firme y pulso armado, líder que impulsa con su aplomado cooperativismo, pacíficas autodefensas; y él, iluminado en los soles de Farouk[2], ha dado en llamar Convivir. Acierta la revista Semana en cabeza del dirigente vástago César Gaviria al proyectar sobre el escenario nacional a esta neolumbrera neoliberal de esta nueva época caray. Es que a Álvaro le cabe el país en la cabeza. Él vislumbra a todo este gran país como una zona de orden público total, es decir, como un solo Convivir caray. Donde la gente de bien por fin podamos disfrutar de la renta en paz como debe ser y será él quien por fin traiga a los redentores soldados norteamericanos quienes humanizarán el conflicto y harán de Uribe Vélez el dictador que este país necesita. Buenas noches”.
Al leer en perspectiva histórica el discurso de Godofredo Cínico Caspa, queda la sensación de que el humor político puede ser un generador extraordinario de opinión pública, siempre y cuando las audiencias comprendan que a la hilaridad, a la risa y al ingenio para desconocer o desvirtuar al poder político, hay sumarle, como mínimo, el interés ciudadano de leer con cuidado, de analizar y cuestionar los discursos que van y vienen, pero especialmente, que necesitamos tener un sentido de la historia que nos permita confrontar con mediana claridad, lo que no se nos presenta hoy como alternativa de poder o esperanza de cambio.
[1] Hay que decir que Jaime Garzón era una figura cercana al poder político, a figuras, a políticos, a quienes conocía muy bien, lo que de alguna manera le permitía tener acceso a información privilegiada. De alguna manera, esas figuras públicas aceptaban, tácitamente, que Garzón se burlara de ellos, pues la vigencia mediática, esto es la visibilidad, era un factor importante para las aspiraciones y para el ego de los llamados protagonistas públicos (políticos, especialmente).
[2] En directa alusión al general del ejército, Farouk Yanine Díaz, acusado de organizar grupos paramilitares en el Magdalena Medio. Juzgado y absuelto por la Justicia Penal Militar en cabeza del general Manuel José Bonnet Locarno, durante el gobierno de Samper (véase Desafuero: en Cambio 16, edición 211. Sección Este País, junio 30 de 1997.
Visite el blog de Germán Ayala Osorio, LA OTRA TRIBUNA: http://www.laotratribuna1.blogspot.com
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