Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo. Profesor Asociado Universidad Autónoma de Occidente, Cali- Colombia.
En la expresión que sirve de título a esta columna se concentran la lógica y la dinámica de una actividad humana en donde la solidaridad, la ética, la responsabilidad y el respeto, entre otros, son principios que poco cuentan a la hora de mirar resultados: la fabricación y venta de armas. Y esa es justamente la expresión más acertada para tratar de explicar la nueva crisis diplomática desatada entre los gobiernos de Colombia y Venezuela, pues detrás de la rabieta de Hugo Rafael Chávez Frías ante lo que el llamó una agresión de Colombia, por el asunto aquel del armamento venezolano, de origen sueco, encontrado en manos de las Farc, está el vil negocio de las armas.
Chávez y Uribe son, claramente, dos war lord que quieren jugar el juego de la guerra, provocando y ambientando escenarios de negociación, de compra de armas. Por el lado de Chávez, anuncia la adquisición de más armamento a Rusia para enfrentar la posible invasión de los Estados Unidos, orquestada y operada desde bases colombianas, con apoyo bélico norteamericano; y por el lado de Colombia, y de manera soterrada, Uribe busca servir a los Estados Unidos, elevándose como el único gobierno capaz de frenar al proto imperio que amenaza con expandir la pandemia del socialismo del siglo XXI por todo el territorio latinoamericano.
Por el lado colombiano, Uribe va camino de lograr que la hecatombe que justifique su permanencia en el poder, se dé fuera del territorio colombiano, buscando con ello ocultar los garrafales errores cometidos en materia económica, social y política, como consecuencia de un proyecto político personalizado y sostenido en sus intereses de clase, pero especialmente, en la intención manifiesta de perpetuarse en el poder para vengar la muerte de su padre.
Por el lado venezolano, Chávez busca distraer la atención y la presión internas, pues su proyecto socialista no arranca como él estaba esperando, especialmente en el objetivo de poner a funcionar un aparato estatal legítimo y eficiente, productivamente hablando, que le permita, por ejemplo, enfrentar eventuales problemas de abastecimiento si decide no comprarle más a Colombia los productos básicos que necesita importarle.
Los dos mandatarios juegan a la guerra fría, dado que tienen una visión premoderna y moderna de lo que debe ser el orden internacional y el manejo del manido concepto de soberanía, que cada uno de ellos exhibe y defiende a discreción, según las circunstancias. Las injerencias de gobiernos externos son valoradas desde orillas ideológicas distintas, pero con el mismo sentido de los negocios, que les permite a los dos gritar al unísono: Negocios son negocios, y poco importan la diplomacia, el bienestar de sus pueblos y la legitimidad de sus gobiernos, entre otros.
Bien vale entonces la pena reflexionar alrededor de lo que puede significar la nomenclatura soberanía, especialmente cuando su sentido hoy, está supeditado a los negocios, y alejado, consecuentemente, de la política y de lo político.
La soberanía del Estado- nación es, ante todo, una ilusión, un valor, un deseo, e incluso hoy, por los evidentes fenómenos y circunstancias que declaran su declive, una quimera. Así como la nomenclatura Estado es una abstracción de un tipo de orden, de unas lógicas y procedimientos asociados a la vida humana en sociedad, la soberanía, como condición natural de éste, alcanza igualmente niveles de abstracción que la acercan a un imaginario, a una idea, a una posibilidad, especialmente en un proceso de globalización económica que erosiona viejas nomenclaturas.
Estado y soberanía son, entonces, construcciones simbólicas que posibilitan y dan sentido a un ordenamiento jurídico-político, interno y externo, que asegura el advenimiento y sostenimiento de un ser humano y de una condición humana cambiante y azarosa en la que sobresalen aspiraciones, miedos, incertidumbres, su condición finita, la certeza de poder explicar el mundo humano a través del lenguaje y de dominarlo a partir del desarrollo técnico y científico, en el que sobresale la fabricación de armas.
Por ser el Estado y la soberanía el resultado de un proceso humano histórico[1], los juicios evaluativos acerca de su conveniencia o inconveniencia, e incluso los llamados a pensarlos como referentes únicos, paradigmáticos y orientadores de la vida en sociedad, advierten actitudes y posturas polarizantes, contradictorias y comprensibles en tanto surgen de estadios socio históricos complejos en los que sobresale una condición humana asociada al miedo, a la debilidad y en general, a lo irresoluto que pueda resultar explicar qué hacemos en el mundo y de dónde venimos.
Por ello, más allá de la discusión de si se pierde o no, o si se cede o no soberanía al permitir el paso de tropas extranjeras por un determinado territorio, o si la injerencia de gobiernos extranjeros o de instituciones transnacionales, como el FMI, el BM, o la OMC, entre otros, violan o no la soberanía, lo que debemos tener claro es que hoy, en este mundo, tal y como están las cosas, Negocios son Negocios, y lo demás no cuenta, incluso, la vida humana.
En la expresión que sirve de título a esta columna se concentran la lógica y la dinámica de una actividad humana en donde la solidaridad, la ética, la responsabilidad y el respeto, entre otros, son principios que poco cuentan a la hora de mirar resultados: la fabricación y venta de armas. Y esa es justamente la expresión más acertada para tratar de explicar la nueva crisis diplomática desatada entre los gobiernos de Colombia y Venezuela, pues detrás de la rabieta de Hugo Rafael Chávez Frías ante lo que el llamó una agresión de Colombia, por el asunto aquel del armamento venezolano, de origen sueco, encontrado en manos de las Farc, está el vil negocio de las armas.
Chávez y Uribe son, claramente, dos war lord que quieren jugar el juego de la guerra, provocando y ambientando escenarios de negociación, de compra de armas. Por el lado de Chávez, anuncia la adquisición de más armamento a Rusia para enfrentar la posible invasión de los Estados Unidos, orquestada y operada desde bases colombianas, con apoyo bélico norteamericano; y por el lado de Colombia, y de manera soterrada, Uribe busca servir a los Estados Unidos, elevándose como el único gobierno capaz de frenar al proto imperio que amenaza con expandir la pandemia del socialismo del siglo XXI por todo el territorio latinoamericano.
Por el lado colombiano, Uribe va camino de lograr que la hecatombe que justifique su permanencia en el poder, se dé fuera del territorio colombiano, buscando con ello ocultar los garrafales errores cometidos en materia económica, social y política, como consecuencia de un proyecto político personalizado y sostenido en sus intereses de clase, pero especialmente, en la intención manifiesta de perpetuarse en el poder para vengar la muerte de su padre.
Por el lado venezolano, Chávez busca distraer la atención y la presión internas, pues su proyecto socialista no arranca como él estaba esperando, especialmente en el objetivo de poner a funcionar un aparato estatal legítimo y eficiente, productivamente hablando, que le permita, por ejemplo, enfrentar eventuales problemas de abastecimiento si decide no comprarle más a Colombia los productos básicos que necesita importarle.
Los dos mandatarios juegan a la guerra fría, dado que tienen una visión premoderna y moderna de lo que debe ser el orden internacional y el manejo del manido concepto de soberanía, que cada uno de ellos exhibe y defiende a discreción, según las circunstancias. Las injerencias de gobiernos externos son valoradas desde orillas ideológicas distintas, pero con el mismo sentido de los negocios, que les permite a los dos gritar al unísono: Negocios son negocios, y poco importan la diplomacia, el bienestar de sus pueblos y la legitimidad de sus gobiernos, entre otros.
Bien vale entonces la pena reflexionar alrededor de lo que puede significar la nomenclatura soberanía, especialmente cuando su sentido hoy, está supeditado a los negocios, y alejado, consecuentemente, de la política y de lo político.
La soberanía del Estado- nación es, ante todo, una ilusión, un valor, un deseo, e incluso hoy, por los evidentes fenómenos y circunstancias que declaran su declive, una quimera. Así como la nomenclatura Estado es una abstracción de un tipo de orden, de unas lógicas y procedimientos asociados a la vida humana en sociedad, la soberanía, como condición natural de éste, alcanza igualmente niveles de abstracción que la acercan a un imaginario, a una idea, a una posibilidad, especialmente en un proceso de globalización económica que erosiona viejas nomenclaturas.
Estado y soberanía son, entonces, construcciones simbólicas que posibilitan y dan sentido a un ordenamiento jurídico-político, interno y externo, que asegura el advenimiento y sostenimiento de un ser humano y de una condición humana cambiante y azarosa en la que sobresalen aspiraciones, miedos, incertidumbres, su condición finita, la certeza de poder explicar el mundo humano a través del lenguaje y de dominarlo a partir del desarrollo técnico y científico, en el que sobresale la fabricación de armas.
Por ser el Estado y la soberanía el resultado de un proceso humano histórico[1], los juicios evaluativos acerca de su conveniencia o inconveniencia, e incluso los llamados a pensarlos como referentes únicos, paradigmáticos y orientadores de la vida en sociedad, advierten actitudes y posturas polarizantes, contradictorias y comprensibles en tanto surgen de estadios socio históricos complejos en los que sobresale una condición humana asociada al miedo, a la debilidad y en general, a lo irresoluto que pueda resultar explicar qué hacemos en el mundo y de dónde venimos.
Por ello, más allá de la discusión de si se pierde o no, o si se cede o no soberanía al permitir el paso de tropas extranjeras por un determinado territorio, o si la injerencia de gobiernos extranjeros o de instituciones transnacionales, como el FMI, el BM, o la OMC, entre otros, violan o no la soberanía, lo que debemos tener claro es que hoy, en este mundo, tal y como están las cosas, Negocios son Negocios, y lo demás no cuenta, incluso, la vida humana.
[1] Véase BADIE, Bertrand. Un mundo sin soberanía, estados entre artificio y responsabilidad. Tercer Mundo Editores, 2000.
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