Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo
El conflicto armado interno colombiano, históricamente ha servido para restringir libertades y para violar derechos, acciones estas justificadas por los actores del conflicto, que desde diferentes perspectivas, buscan penetrar y conquistar espacios de acción civil.
Desde el actuar político, ideológico y militar de las guerrillas, pasando por las propias acciones estatales y de señalados actores de la sociedad civil, se legitimó un régimen de terror que poco a poco cercena las esperanzas de millones de colombianos de alcanzar condiciones mínimas de vida digna dentro del territorio colombiano.
Quienes vienen agenciando los intereses de los guerreros[1] y los de la propia guerra, poniendo a su servicio el Estado y sus fuerzas ideológicas y represoras, han logrado construir un remedo de Estado que se mantiene en pie gracias a los grupos de poder que están detrás de sus estructuras jurídico-políticas.
Cuando esos mismos grupos o élites de poder decidieron actuar en procura de defender el orden y de mantener viejas estructuras de poder, dieron vida al paramilitarismo, su más fuerte brazo armado y un fenómeno ideológico y político que logró penetrar, incluso de manera de forzosa y violenta, las conciencias de millones de colombianos.
La guerra interna colombiana ha sido útil para un establecimiento que ideológicamente se soporta en un fuerte conservadurismo y para unas élites que usan la naturaleza del conflicto y la debilidad de las instituciones estatales (en todos sus niveles), para perpetuar, afianzar y ampliar su poder colonial, premoderno y claramente antidemocrático.
Esta guerra de baja intensidad que Colombia sufre desde hace ya casi 50 años, deja en evidencia no sólo la incapacidad de los ejércitos enfrentados de conseguir la victoria, sino las efectivas maniobras de unos y otros, de perpetuar el conflicto, de tal forma que con su naturalización, logran aplazar viejos anhelos como el de afianzar y profundizar la democracia, atacar de manera clara y efectiva la concentración de la riqueza y su consecuente correlato, la pobreza, y de consolidar el Estado-nación como un tipo de orden viable, perenne, confiable y por sobre todo, garante del desarrollo digno de proyectos colectivos e individuales.
Por ello, tanto los guerreros como aquellos líderes políticos, económicos y sociales que insisten en la guerra interna, logran frenar de manera clara el desarrollo, la apertura democrática y en general, la construcción de un Estado fuerte, de una nación diversa étnica y culturalmente, que actúe y se manifieste a través de unos mínimos identitarios que nos permitan compartir ideas y sueños de un mejor país. Esos actores han terminado sirviendo a los intereses de los señores de la guerra que desde los ámbitos nacional e internacional actúan para que la idea de paz en Colombia se aleje cada vez más. No hay que olvidar que la imposibilidad de construir un Estado fuerte beneficia a sectores hegemónicos económicos, políticos y sociales, que imponen sus proyectos en todo el territorio nacional.
En tantos años de guerra interna, van quedando prácticas antidemocráticas, odios, resquemores y una suerte de pesimismo que nos van llevando a estadios de inacción política que resultan inconvenientes, en ese camino necesario de pensar en la paz y de hacerla viable a través del diálogo entre los guerreros y entre los empresarios de la guerra. Y aquí el papel de los medios masivos de información es clave en la medida en que entiendan que deben modificar sus lógicas e intereses alrededor de los funestos tratamientos periodísticos-noticiosos que han hecho a los hechos de la guerra interna colombiana.
Abrir espacios de diálogo para la paz es una necesidad inaplazable para un país que culturalmente es rico y diverso, pero conservador, violento y excluyente. Por ello, Colombia requiere con urgencia reformas estructurales en su Estado y en las formas tradicionales como hemos entendido la democracia, la diferencia, pero por sobre todo, como hemos entendido lo público y hasta el propio conflicto armado.
Se requeriría de una revolución cultural que el conflicto armado nos ha obligado a aplazar o que simplemente no nos ha dejado pensar y que es necesaria para avanzar hacia un país incluyente, respetuoso y orgulloso de su diversidad cultural y consciente de lo que significa ser un país biodiverso.
Revolución cultural que deben iniciar las élites regionales y la dirigencia nacional, reconociendo los errores cometidos, su participación y responsabilidades en el surgimiento y en la extensión del conflicto interno.
Para poder avanzar en esa deconstrucción nacional, se requerirá de nuevos liderazgos que surjan de aquellas familias tradicionales que si bien se han educado para la libertad y para el pensamiento crítico, han sido incapaces de dar un paso hacia adelante en el sentido de modificar sustancialmente la mirada y las relaciones que han construido con el Estado, que les han permitido usarlo para sus exclusivos intereses.
Pero también se requiere de liderazgos nacidos en otros ámbitos culturales, en aras de reconocer la diversidad cultural. Líderes negros, campesinos, mestizos e indígenas que oxigenen esa mirada occidentalizada, blanca, con la que Colombia ha crecido y con la que el conflicto armado ha sido mirado, de allí ese carácter periférico con el cual se ha entendido.
Para superar la guerra interna de Colombia, pero en especial, para superar las aún existentes circunstancias que justificaron el levantamiento armado en los años 60, hay que derrumbar las estructuras mentales conservadoras con las cuales mantienen el liderazgo ciertas élites, con el firme propósito de posibilitar la entrada de ideas liberales y liberadoras de viejas taras y dogmas culturales asociados a unas posturas de clase caducas sobre las cuales se originó el conflicto armado interno y con las que se insiste en perpetuarlo.
[1] La idea de guerrero está desprovista, para efectos de este texto, del carácter sublime con el que históricamente se entiende el concepto. Hablo de guerrero en un sentido de simples artífices, partícipes o aupadores de la guerra.
El conflicto armado interno colombiano, históricamente ha servido para restringir libertades y para violar derechos, acciones estas justificadas por los actores del conflicto, que desde diferentes perspectivas, buscan penetrar y conquistar espacios de acción civil.
Desde el actuar político, ideológico y militar de las guerrillas, pasando por las propias acciones estatales y de señalados actores de la sociedad civil, se legitimó un régimen de terror que poco a poco cercena las esperanzas de millones de colombianos de alcanzar condiciones mínimas de vida digna dentro del territorio colombiano.
Quienes vienen agenciando los intereses de los guerreros[1] y los de la propia guerra, poniendo a su servicio el Estado y sus fuerzas ideológicas y represoras, han logrado construir un remedo de Estado que se mantiene en pie gracias a los grupos de poder que están detrás de sus estructuras jurídico-políticas.
Cuando esos mismos grupos o élites de poder decidieron actuar en procura de defender el orden y de mantener viejas estructuras de poder, dieron vida al paramilitarismo, su más fuerte brazo armado y un fenómeno ideológico y político que logró penetrar, incluso de manera de forzosa y violenta, las conciencias de millones de colombianos.
La guerra interna colombiana ha sido útil para un establecimiento que ideológicamente se soporta en un fuerte conservadurismo y para unas élites que usan la naturaleza del conflicto y la debilidad de las instituciones estatales (en todos sus niveles), para perpetuar, afianzar y ampliar su poder colonial, premoderno y claramente antidemocrático.
Esta guerra de baja intensidad que Colombia sufre desde hace ya casi 50 años, deja en evidencia no sólo la incapacidad de los ejércitos enfrentados de conseguir la victoria, sino las efectivas maniobras de unos y otros, de perpetuar el conflicto, de tal forma que con su naturalización, logran aplazar viejos anhelos como el de afianzar y profundizar la democracia, atacar de manera clara y efectiva la concentración de la riqueza y su consecuente correlato, la pobreza, y de consolidar el Estado-nación como un tipo de orden viable, perenne, confiable y por sobre todo, garante del desarrollo digno de proyectos colectivos e individuales.
Por ello, tanto los guerreros como aquellos líderes políticos, económicos y sociales que insisten en la guerra interna, logran frenar de manera clara el desarrollo, la apertura democrática y en general, la construcción de un Estado fuerte, de una nación diversa étnica y culturalmente, que actúe y se manifieste a través de unos mínimos identitarios que nos permitan compartir ideas y sueños de un mejor país. Esos actores han terminado sirviendo a los intereses de los señores de la guerra que desde los ámbitos nacional e internacional actúan para que la idea de paz en Colombia se aleje cada vez más. No hay que olvidar que la imposibilidad de construir un Estado fuerte beneficia a sectores hegemónicos económicos, políticos y sociales, que imponen sus proyectos en todo el territorio nacional.
En tantos años de guerra interna, van quedando prácticas antidemocráticas, odios, resquemores y una suerte de pesimismo que nos van llevando a estadios de inacción política que resultan inconvenientes, en ese camino necesario de pensar en la paz y de hacerla viable a través del diálogo entre los guerreros y entre los empresarios de la guerra. Y aquí el papel de los medios masivos de información es clave en la medida en que entiendan que deben modificar sus lógicas e intereses alrededor de los funestos tratamientos periodísticos-noticiosos que han hecho a los hechos de la guerra interna colombiana.
Abrir espacios de diálogo para la paz es una necesidad inaplazable para un país que culturalmente es rico y diverso, pero conservador, violento y excluyente. Por ello, Colombia requiere con urgencia reformas estructurales en su Estado y en las formas tradicionales como hemos entendido la democracia, la diferencia, pero por sobre todo, como hemos entendido lo público y hasta el propio conflicto armado.
Se requeriría de una revolución cultural que el conflicto armado nos ha obligado a aplazar o que simplemente no nos ha dejado pensar y que es necesaria para avanzar hacia un país incluyente, respetuoso y orgulloso de su diversidad cultural y consciente de lo que significa ser un país biodiverso.
Revolución cultural que deben iniciar las élites regionales y la dirigencia nacional, reconociendo los errores cometidos, su participación y responsabilidades en el surgimiento y en la extensión del conflicto interno.
Para poder avanzar en esa deconstrucción nacional, se requerirá de nuevos liderazgos que surjan de aquellas familias tradicionales que si bien se han educado para la libertad y para el pensamiento crítico, han sido incapaces de dar un paso hacia adelante en el sentido de modificar sustancialmente la mirada y las relaciones que han construido con el Estado, que les han permitido usarlo para sus exclusivos intereses.
Pero también se requiere de liderazgos nacidos en otros ámbitos culturales, en aras de reconocer la diversidad cultural. Líderes negros, campesinos, mestizos e indígenas que oxigenen esa mirada occidentalizada, blanca, con la que Colombia ha crecido y con la que el conflicto armado ha sido mirado, de allí ese carácter periférico con el cual se ha entendido.
Para superar la guerra interna de Colombia, pero en especial, para superar las aún existentes circunstancias que justificaron el levantamiento armado en los años 60, hay que derrumbar las estructuras mentales conservadoras con las cuales mantienen el liderazgo ciertas élites, con el firme propósito de posibilitar la entrada de ideas liberales y liberadoras de viejas taras y dogmas culturales asociados a unas posturas de clase caducas sobre las cuales se originó el conflicto armado interno y con las que se insiste en perpetuarlo.
[1] La idea de guerrero está desprovista, para efectos de este texto, del carácter sublime con el que históricamente se entiende el concepto. Hablo de guerrero en un sentido de simples artífices, partícipes o aupadores de la guerra.
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