martes, 27 de marzo de 2012

LOS MEDIOS, SIMPLES VITRINAS DE LA GUERRA

Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo


En tantos años de guerra interna, los hechos generados por ella misma, reconstruidos, reinventados y resignificados por la acción de la prensa, terminan siendo pedazos de esa realidad que millones de colombianos prefieren no mirar. Así, nuestro conflicto se presenta como un complejo rompecabezas en el que no sólo se han perdido valiosas piezas, sino que sus fabricantes y patrocinadores buscan a toda costa evitar que dichas partes lleguen a unirse, o que aparezcan o se utilicen otras, para darle sentido y al final lograr explicar ese conflicto que como imagen, sigue siendo difusa para millones de colombianos a pesar de más de cuarenta años de registro periodístico alrededor de éste.

En ya casi 50 años de este largo conflicto armado interno, el periodismo ha informado sobre hechos de guerra, pero no ha hecho suficientes esfuerzos pedagógicos para que lectores y las audiencias comprendan realmente en dónde radica el conflicto, es decir, por qué se dio y por qué se mantiene aún, cuál es la solución, o qué se necesita para avanzar en su superación.

El periodismo en Colombia ha servido a la lógica de la guerra y a diario presta y abre micrófonos, noticieros y tapas de periódicos, para que los guerreros la justifiquen con un discurso patriotero que no sólo es huero, sino inconveniente para la vida democrática. Un periodismo así, se convierte en un factor determinante para hacer perenne la confrontación armada, en tanto oculta, malinterpreta, acomoda y justifica hechos que se explican en el contexto de la confrontación armada.

Mantener a los civiles desinformados, incluyendo a quienes desde diversos ámbitos ostentan algún poder, es un propósito estratégico para los bandos en combate, que saben que las acciones propagandísticas cumplen un papel clave en ese objetivo claro de hacer incomprensible lo que pasa con el conflicto armado interno, su evolución y las posibles soluciones ya planteadas para su finalización.

Cuando el periodismo sirve a los combatientes de lado y lado, la verdad se convierte en su víctima, así como los lectores y las audiencias. Los hechos de la guerra, aún no convertidos en noticia, se hacen difíciles de asir y de comprender. Como esas tardes plomizas que no dejan ver el firmamento, la verdad se oculta, y los responsables se hacen casi que invisibles.

Recientemente, observamos en los medios masivos el parte de victoria de la cúpula militar por la muerte de más 60 guerrilleros, asesinados en operaciones contrainsurgentes en las que el ejército desplegó artillería de gran precisión. Al tiempo que los generales henchían sus pechos ante las preguntas correctas, periodistas y medios hacían suyas las victorias parciales de un ejército que cuesta millones y millones diarios para su operación. ¿Estamos, acaso, ante una forma de legitimar el porcentaje importante del PIB nacional que se va en la reproducción del conflicto?

Los medios, la gran prensa, al ponerse del lado de un bando de los guerreros, se convierten en arma ideológica de un Estado que es responsable directo de la existencia y del carácter perenne que parece ya tiene el conflicto armado colombiano.

Y cuando los medios se erigen como un actor ideológico e ideologizante de un Estado, dejan de hacer periodismo para hacer propaganda. Y creo que a diario periodistas y empresas mediáticas confunden informar con vender, con publicitar, con anunciar unos hechos de guerra, transformados en noticieros y salas de redacción, en verdades incontrastables de donde sólo es posible reconocer un bando bueno, unos héroes legítimos. Al final, hay un resultado evidente: los altos niveles de polarización que se viven en Colombia con respecto al conflicto. He allí un efecto claro de los efectos de los media.

Convertidos en laboratorios en donde se manipulan las certezas que deja el conflicto armado, noticieros de radio y televisión y periódicos invalidan las voces críticas que piden a gritos parar el desangre y los enfrentamientos bélicos y, por ese camino, hacen que el papel de los mediadores sea mirado por sus cautivas y manipulables audiencias, como enemigos, como colaboradores de los ejércitos irregulares que de manera osada e injustificada se sublevaron contra el Estado.

Para avanzar en caminos reales de paz, es urgente que el Estado replantee las condiciones en las que se informa sobre el conflicto armado interno, haciendo un llamado de autocontrol a periodistas y medios, pero sobre todo, para que modifiquen sustancialmente los valores/noticia con los que de manera ligera, temeraria e irresponsable registran e informan sobre hechos de guerra, en los que lo último que se salvaguarda es la verdad, la dignidad de las víctimas, civiles y militares y el cuestionable honor con el que unos y otros combaten y justifican su existencia como salvadores.




No es posible pensar en un proceso de paz y en humanizar la guerra interna cuando el Estado permite que particulares, económicamente poderosos y actores interesados y beneficiados del conflicto, que respaldan la labor de medios y periodistas, informen a diario sobre asuntos que comprometen ética y moralmente las responsabilidades estatales.

Las vitrinas mediáticas, para el caso de Colombia, terminan haciendo eco de una confrontación armada que encarna de tiempo atrás propósitos pre políticos, que por su poder, eliminan lo político en tanto discurso, y reducen la política, en tanto mecanismos, a la simple acción de reconocer o no que de verdad existe la guerra interna.

Se requiere repensar el periodismo y su papel en un país en guerra. Esa tarea es responsabilidad de los periodistas, de los directores y editores, como también de las grandes corporaciones que los respaldan. Pero la mayor responsabilidad recae en el Estado, pues en la confrontación política que está de por medio, su legitimidad y viabilidad están en cuestión.

miércoles, 14 de marzo de 2012

SOBRE EL CONFLICTO ARMADO INTERNO COLOMBIANO

Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo


El conflicto armado interno colombiano, históricamente ha servido para restringir libertades y para violar derechos, acciones estas justificadas por los actores del conflicto, que desde diferentes perspectivas, buscan penetrar y conquistar espacios de acción civil.

Desde el actuar político, ideológico y militar de las guerrillas, pasando por las propias acciones estatales y de señalados actores de la sociedad civil, se legitimó un régimen de terror que poco a poco cercena las esperanzas de millones de colombianos de alcanzar condiciones mínimas de vida digna dentro del territorio colombiano.

Quienes vienen agenciando los intereses de los guerreros[1] y los de la propia guerra, poniendo a su servicio el Estado y sus fuerzas ideológicas y represoras, han logrado construir un remedo de Estado que se mantiene en pie gracias a los grupos de poder que están detrás de sus estructuras jurídico-políticas.

Cuando esos mismos grupos o élites de poder decidieron actuar en procura de defender el orden y de mantener viejas estructuras de poder, dieron vida al paramilitarismo, su más fuerte brazo armado y un fenómeno ideológico y político que logró penetrar, incluso de manera de forzosa y violenta, las conciencias de millones de colombianos.

La guerra interna colombiana ha sido útil para un establecimiento que ideológicamente se soporta en un fuerte conservadurismo y para unas élites que usan la naturaleza del conflicto y la debilidad de las instituciones estatales (en todos sus niveles), para perpetuar, afianzar y ampliar su poder colonial, premoderno y claramente antidemocrático.

Esta guerra de baja intensidad que Colombia sufre desde hace ya casi 50 años, deja en evidencia no sólo la incapacidad de los ejércitos enfrentados de conseguir la victoria, sino las efectivas maniobras de unos y otros, de perpetuar el conflicto, de tal forma que con su naturalización, logran aplazar viejos anhelos como el de afianzar y profundizar la democracia, atacar de manera clara y efectiva la concentración de la riqueza y su consecuente correlato, la pobreza, y de consolidar el Estado-nación como un tipo de orden viable, perenne, confiable y por sobre todo, garante del desarrollo digno de proyectos colectivos e individuales.

Por ello, tanto los guerreros como aquellos líderes políticos, económicos y sociales que insisten en la guerra interna, logran frenar de manera clara el desarrollo, la apertura democrática y en general, la construcción de un Estado fuerte, de una nación diversa étnica y culturalmente, que actúe y se manifieste a través de unos mínimos identitarios que nos permitan compartir ideas y sueños de un mejor país. Esos actores han terminado sirviendo a los intereses de los señores de la guerra que desde los ámbitos nacional e internacional actúan para que la idea de paz en Colombia se aleje cada vez más. No hay que olvidar que la imposibilidad de construir un Estado fuerte beneficia a sectores hegemónicos económicos, políticos y sociales, que imponen sus proyectos en todo el territorio nacional.

En tantos años de guerra interna, van quedando prácticas antidemocráticas, odios, resquemores y una suerte de pesimismo que nos van llevando a estadios de inacción política que resultan inconvenientes, en ese camino necesario de pensar en la paz y de hacerla viable a través del diálogo entre los guerreros y entre los empresarios de la guerra. Y aquí el papel de los medios masivos de información es clave en la medida en que entiendan que deben modificar sus lógicas e intereses alrededor de los funestos tratamientos periodísticos-noticiosos que han hecho a los hechos de la guerra interna colombiana.

Abrir espacios de diálogo para la paz es una necesidad inaplazable para un país que culturalmente es rico y diverso, pero conservador, violento y excluyente. Por ello, Colombia requiere con urgencia reformas estructurales en su Estado y en las formas tradicionales como hemos entendido la democracia, la diferencia, pero por sobre todo, como hemos entendido lo público y hasta el propio conflicto armado.

Se requeriría de una revolución cultural que el conflicto armado nos ha obligado a aplazar o que simplemente no nos ha dejado pensar y que es necesaria para avanzar hacia un país incluyente, respetuoso y orgulloso de su diversidad cultural y consciente de lo que significa ser un país biodiverso.

Revolución cultural que deben iniciar las élites regionales y la dirigencia nacional, reconociendo los errores cometidos, su participación y responsabilidades en el surgimiento y en la extensión del conflicto interno.

Para poder avanzar en esa deconstrucción nacional, se requerirá de nuevos liderazgos que surjan de aquellas familias tradicionales que si bien se han educado para la libertad y para el pensamiento crítico, han sido incapaces de dar un paso hacia adelante en el sentido de modificar sustancialmente la mirada y las relaciones que han construido con el Estado, que les han permitido usarlo para sus exclusivos intereses.

Pero también se requiere de liderazgos nacidos en otros ámbitos culturales, en aras de reconocer la diversidad cultural. Líderes negros, campesinos, mestizos e indígenas que oxigenen esa mirada occidentalizada, blanca, con la que Colombia ha crecido y con la que el conflicto armado ha sido mirado, de allí ese carácter periférico con el cual se ha entendido.

Para superar la guerra interna de Colombia, pero en especial, para superar las aún existentes circunstancias que justificaron el levantamiento armado en los años 60, hay que derrumbar las estructuras mentales conservadoras con las cuales mantienen el liderazgo ciertas élites, con el firme propósito de posibilitar la entrada de ideas liberales y liberadoras de viejas taras y dogmas culturales asociados a unas posturas de clase caducas sobre las cuales se originó el conflicto armado interno y con las que se insiste en perpetuarlo.


[1] La idea de guerrero está desprovista, para efectos de este texto, del carácter sublime con el que históricamente se entiende el concepto. Hablo de guerrero en un sentido de simples artífices, partícipes o aupadores de la guerra.

jueves, 1 de marzo de 2012

¿POR QUÉ SALIÓ VIVIAN MORALES?

Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo

En la caída de la Fiscal General de la Nación, Vivian Morales, confluyen hechos políticos, jurídicos, mediáticos y de género, en los que claramente se evidencian problemas en la institucionalidad, así como en las prácticas culturales bajo las cuales asumimos y aceptamos el papel de la mujer. Pero también es preciso visibilizar la intención del uribismo de tumbarla, buscando con ello torpedear la acción de la justicia, a juzgar por el papel que venía cumpliendo la Fiscal en contra de varios miembros de esa ‘colectividad’.

La providencia del Consejo de Estado deja entrever, primero, que no existe diálogo entre las altas cortes si tenemos en cuenta que la decisión de la Corte Suprema de Justicia, soportada en un ligero cambio en las reglas internas, bien pudo consultarse en aras de poder evitar este doloroso desenlace.

La autonomía de cada una de las altas corporaciones no se pone en riesgo si se da un diálogo sincero entre ellas, especialmente cuando una de ellas debía tomar decisiones en un contexto turbulento como el que había cuando la Corte Suprema de Justicia votó y eligió a Vivian Morales, de una terna enviada por el Presidente Santos. La interinidad de la Fiscalía ante la dificultad de elegir uno en propiedad, por el agrio enfrentamiento entre Uribe y los magistrados de la CSJ, resultó ser un argumento y un factor contextual de gran peso para modificar el mecanismo de elección y voto y de esta forma darle al país y a la institucionalidad un respiro eligiendo en propiedad a la actual Fiscal General.

No creo que las decisiones de los magistrados se hagan en estricto derecho. No. Hay razones políticas y de contexto que resultan determinantes a la hora de emitir fallos. Sin duda, los magistrados de la CSJ que votaron en la elección de la Fiscal, recogieron el sentir de una opinión pública y de varios sectores de la sociedad civil, que veían con preocupación la larga interinidad en la Fiscalía, originada por los conflictos entre los magistrados y el entonces Presidente Uribe.

Y así como los magistrados de la CSJ pudieron mirar y sentir el contexto político que les demandaba una pronta decisión, los propios del Consejo de Estado bien pudieron revisar el complejo contexto judicial y político en el que estaba actuando con severidad y seriedad la Fiscal, Vivian Morales. Una revisión juiciosa y responsable de ese delicado entorno, muy seguramente no hubiera terminado en la salida abrupta de Viviane Morales de la Fiscalía General de la Nación.

Sin duda, hay hechos políticos de fondo que hacen dudar que el auto del Consejo de Estado se diera en estricto derecho. En primer lugar, aparece la molestia que subsiste en dicha corporación en relación con el gobierno de Santos, por el proyecto de reforma a la justicia. Y en segundo lugar, las presiones de un uribismo que a toda costa quiere evitar que los procesos que directamente llevaba la Fiscal, se engaveten y queden ad portas del vencimiento de términos o en el peor de los casos, en manos de un nuevo fiscal, que ayude a los ex funcionarios de Uribe Vélez, comprometidos en graves hechos punibles que la Fiscal seguía con especial diligencia.

Pero en la caída de la Fiscal no sólo hay elementos políticos y jurídicos, sino de género. Diferencias de género aupadas por columnistas bogotanas que borraron los límites entre las esferas pública y privada, elevando el matrimonio de Vivian Morales con Carlos Alonso Lucio, como un factor moral, ético y político inconveniente para el cumplimiento de sus funciones. Nada más falaz y equívoco. Pero al parecer, les funcionó.

No hay forma de demostrar que la condición de género haya servido de argumento a los magistrados que votaron a favor de la salida del cargo de Vivian Morales. Pero es perfectamente posible que aún persista en la racionalidad masculina esos miedos y resquemores hacia aquellas mujeres que alcanzan poder y que rompen con los roles tradicionales que la cultura machista dominante ha impuesto históricamente a la mujer.

Con el auto del Consejo de Estado, el Presidente de la República tiene la oportunidad de seguir tomando distancia de ese uribismo del que se sirvió para llegar a la Presidencia, poniendo el nombre de Vivian Morales en la terna que debe enviar a la Corte Suprema de Justicia, para que allí se elija la nueva o el nuevo Fiscal General de la Nación.

Y cuando la terna llegue a la CSJ, y si en ella está el nombre de la incómoda Fiscal Morales, los magistrados deben volver a elegirla, ojalá con los procedimientos internos acordados, pues por el momento, no hay circunstancias contextuales que los obliguen a revisarlos y a cambiarlos, pero sí existe la urgencia de evitar una interinidad en la Fiscalía que sólo puede favorecer a los corruptos y a quienes en y desde el gobierno de Uribe Vélez, violaron las leyes y la Constitución.