Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo
Terminó una jornada electoral más en Colombia. Los comicios del 30 de octubre de 2011 confirman que en Colombia tenemos una democracia electoral que se sirve de las desigualdades sociales, de la exclusión y del poder de gamonales y ‘barones’ electorales que saben muy bien que sin estas condiciones sociales y culturales, jamás tendrían cómo sostener el poder político en regiones, ciudades y pueblos. Por ello, se trata de una democracia débil, que cada cierto tiempo se legitima, más por la fuerza de la costumbre, que por la ampliación misma de las condiciones democráticas que se esperaría que asegurara un Estado social de derecho.
Nuevamente constatamos que los colombianos exhiben una baja cultura política, asociada, claro está, a prácticas clientelistas, sostenidas en intereses familiares o personales, que ahondan más la crisis de la política y aseguran, por ese camino, el empobrecimiento de lo político, que en tanto discurso, se empobrece en un diálogo interesado y asimétrico entre elegidos y electores en el que sobresalen las peticiones de puestos, becas y proyectos, entre otros.
Unos y otros reproducen las condiciones de una nación, de una sociedad, de un país en el que cada uno de nosotros busca, a toda costa, sobrevivir, así ello implique someter, expoliar y amedrentar a todos aquellos que aparezcan como detractores o que simplemente obstaculicen la consecución de nuestros propósitos individuales.
Con cada jornada electoral, el país evidencia su histórica debilidad institucional ante lo que parece ser un lastre difícil de superar: los delitos contra el sufragio. Compra de votos, constreñimiento al elector, clientelismo y trashumancia electoral, entre otros, son prácticas institucionalizadas en el electorado, en los partidos y movimientos y por supuesto, en los candidatos, lo que sin duda muestra no sólo la debilidad de las instituciones del Estado para impedir la comisión de dichos delitos electorales, sino la pobreza de criterio de unos electores arrinconados por las incertidumbres laborales, sociales, por la necesidad de trabajo y educación y hasta por el hambre.
Seguimos siendo una sociedad premoderna. Las élites confirman su desinterés de liderar un proyecto de nación incluyente, pues andan dedicadas a mantener y extender privilegios. Y los proyectos emergentes que en muchas regiones les disputan el poder político, entran en el juego político y electoral para buscar, con la misma avidez y mezquindad, alcanzar poder económico y político que les permita vivir del Estado tal y como lo han hecho históricamente esas élites que aquellos emulan.
Sobre ese marco cultural e institucional hay que entender lo sucedido el domingo 30 de octubre. Hago referencia a lo sucedido en Cali, el Valle del Cauca y Bogotá, territorios en los que se reproducen las dificultades de las instituciones democráticas y en general, las de un Estado precario, premoderno y cooptado por el paramilitarismo, el narcotráfico y por reducidas familias que lo han privatizado y lo tienen para su servicio.
Para destacar, la derrota político-electoral de Uribe Vélez, quien buscaba erigirse como un ‘barón’ electoral. Con este resultado, Juan Manuel Santos se libera de un problema político en lo que será, dentro de poco, su búsqueda de la reelección presidencial. Aunque Uribe no está totalmente fuera de carrera, sí quedó mal herido. Poco a poco el encumbrado y amedrentador uribismo se desvanece ante la debilidad de estos tipos de liderazgos, asociados más que a ideas y proyectos, a la compra de conciencias a través de contratos y entrega de ayudas a los más necesitados. Es decir, se respetan mientras ostenten poder y Uribe debe aceptar que ya no lo tiene y que hoy, en su condición de ex mandatario, debería de buscar refugio en El Ubérrimo.
También hay que señalar que la parapolítica, a pesar de la acción de la justicia y de las denuncias de los medios masivos, sigue viva en la Costa Atlántica, en el Valle del Cauca y en Casanare, a juzgar por el demostrado poder que aún mantiene Juan Carlos Martínez Sinisterra y sus ungidos, apoyados por los movimientos MIO, Afrovides y PIN.
Aunque el ex senador Martínez sufrió reveses por cuenta de la derrota de varios de sus candidatos, los tres movimientos políticos logran mantenerse en la escena política nacional, lo que no deja de ser un atractivo caudal electoral, incluso, para el mismo Santos, que desde la llamada Unidad Nacional ha recibido el apoyo, no agradecido públicamente, de los congresistas del PIN.
En cuanto al categórico triunfo de Petro, con el que logró llegar a la Alcaldía de Bogotá, hay que decir que no se trata de un triunfo de un hombre de izquierda, sino de un estratega político que supo tomar decisiones a tiempo, como la de retirarse del Polo y denunciar lo del carrusel de las contrataciones, para crear la micro empresa electoral Progresistas, con la que hizo alianzas con varios sectores, incluyendo de la derecha, para alcanzar su objetivo. A Petro hay que ubicarlo en el Centro y caracterizarlo como un proto mesías, como un megalómano al igual que Peñalosa, Uribe y Mockus. Veremos en qué queda su intención de darle al Movimiento Progresistas un alcance nacional.
La victoria alcanzada por el ex militante del Polo Democrático Alternativo (PDA) se da, así él mismo no lo reconozca jamás, por los avances que en materia social logró el Polo Democrático Alternativo en la capital de Colombia, a través de los mandatos de Garzón, Moreno y la buena imagen que tiene hasta el momento y que de seguro capitalizará en el futuro, la alcaldesa encargada, Clara López Obregón. Es decir, muchos de los votos logrados por Petro en esta contienda electoral están soportados en el trabajo y en los programas sociales que diseñaron y ejecutaron sus ex compañeros del PDA.
Para el caso de Cali y el Valle del Cauca hay que señalar que el triunfo logrado por Guerrero en la Alcaldía es el resultado de una coalición de intereses, de apetitos burocráticos y del afán de familias tradicionales, de recuperar para sí el poder local, en manos, durante varios años, de proyectos políticos emergentes (los de Apolinar, John Maro Rodríguez y Jorge Iván Ospina), que las mantuvieron en una larga sequía de contratos y de beneficios. Ya en el poder, a las élites locales les espera un complejo ejercicio del poder de un alcalde comprometido con diversos sectores y tendencias políticas. Recordemos que tendrá que gobernar con los intereses del saliente alcalde Jorge Iván Ospina, ante la adhesión de su candidato Argemiro Cortés, de igual forma que lo deberá hacer con los propios intereses de Dilian Francisca Toro, Sigifredo López y Clara Luz Roldán, entre otros.
Es decir, la administración de Guerrero no tiene el camino fácil pues deberá responder por el hambre burocrática de quienes adhirieron a su campaña, sin desconocer la voracidad de poder de las élites que lo respaldaron y que lo llevaron finalmente al poder.
En lo que toca a la gobernación del Valle, el triunfo de Useche De la Cruz hay que mirarlo en perspectiva de los intereses de Juan Carlos Martínez Sinisterra y del anterior y sancionado ex gobernador Juan Carlos Abadía. Huelga decir que el señalado ex congresista apoyó, en el pasado, aventuras electorales de hijos de la élite que hoy celebra la recuperación de Cali. Milton Castrillón, en debate televisado, organizado por RCN, señaló que una de las campañas de Kiko Lloreda a la alcaldía de Cali recibió apoyos del hoy señalado y cuestionado ‘barón’ electoral y condenado por vínculos con grupos paramilitares.
Ello constataría no sólo una crisis de liderazgo regional, una doble moral, sino el empobrecimiento de la política y de la ética pública en esta comarca, que se extiende a lo largo de Colombia. Lo cierto es que la élite recuperó la alcaldía y estará presta a hacerse con la gobernación hacia futuro. Ese será, para los próximos años, su proyecto estratégico.
Por lo pronto, se mantendrá la negativa imagen del Valle del Cauca, la crisis de liderazgo de esas familias tradicionales, de las que la historia y la tradición esperan y exigen un mejor desempeño en lo que toca con el agenciamiento de los destinos de la ciudad y de la región vallecaucana.
Con los nuevos mandatarios elegidos democráticamente, eso sí, en las condiciones de una democracia débil, difícilmente se logrará reducir la desigualdad, la exclusión y la pobreza y menos aún, avanzar en el diseño de proyectos de ciudad y de región. ¿O acaso alguien cree realmente en lo que prometieron unos y otros? Se trató, sin duda, de un simulacro más, que irá, poco a poco, alimentando el de por sí ya alto porcentaje de abstención de caleños, vallecaucanos y de colombianos que dejaron de creer en ese holograma de democracia que nos presentan cada cierto tiempo.
Terminó una jornada electoral más en Colombia. Los comicios del 30 de octubre de 2011 confirman que en Colombia tenemos una democracia electoral que se sirve de las desigualdades sociales, de la exclusión y del poder de gamonales y ‘barones’ electorales que saben muy bien que sin estas condiciones sociales y culturales, jamás tendrían cómo sostener el poder político en regiones, ciudades y pueblos. Por ello, se trata de una democracia débil, que cada cierto tiempo se legitima, más por la fuerza de la costumbre, que por la ampliación misma de las condiciones democráticas que se esperaría que asegurara un Estado social de derecho.
Nuevamente constatamos que los colombianos exhiben una baja cultura política, asociada, claro está, a prácticas clientelistas, sostenidas en intereses familiares o personales, que ahondan más la crisis de la política y aseguran, por ese camino, el empobrecimiento de lo político, que en tanto discurso, se empobrece en un diálogo interesado y asimétrico entre elegidos y electores en el que sobresalen las peticiones de puestos, becas y proyectos, entre otros.
Unos y otros reproducen las condiciones de una nación, de una sociedad, de un país en el que cada uno de nosotros busca, a toda costa, sobrevivir, así ello implique someter, expoliar y amedrentar a todos aquellos que aparezcan como detractores o que simplemente obstaculicen la consecución de nuestros propósitos individuales.
Con cada jornada electoral, el país evidencia su histórica debilidad institucional ante lo que parece ser un lastre difícil de superar: los delitos contra el sufragio. Compra de votos, constreñimiento al elector, clientelismo y trashumancia electoral, entre otros, son prácticas institucionalizadas en el electorado, en los partidos y movimientos y por supuesto, en los candidatos, lo que sin duda muestra no sólo la debilidad de las instituciones del Estado para impedir la comisión de dichos delitos electorales, sino la pobreza de criterio de unos electores arrinconados por las incertidumbres laborales, sociales, por la necesidad de trabajo y educación y hasta por el hambre.
Seguimos siendo una sociedad premoderna. Las élites confirman su desinterés de liderar un proyecto de nación incluyente, pues andan dedicadas a mantener y extender privilegios. Y los proyectos emergentes que en muchas regiones les disputan el poder político, entran en el juego político y electoral para buscar, con la misma avidez y mezquindad, alcanzar poder económico y político que les permita vivir del Estado tal y como lo han hecho históricamente esas élites que aquellos emulan.
Sobre ese marco cultural e institucional hay que entender lo sucedido el domingo 30 de octubre. Hago referencia a lo sucedido en Cali, el Valle del Cauca y Bogotá, territorios en los que se reproducen las dificultades de las instituciones democráticas y en general, las de un Estado precario, premoderno y cooptado por el paramilitarismo, el narcotráfico y por reducidas familias que lo han privatizado y lo tienen para su servicio.
Para destacar, la derrota político-electoral de Uribe Vélez, quien buscaba erigirse como un ‘barón’ electoral. Con este resultado, Juan Manuel Santos se libera de un problema político en lo que será, dentro de poco, su búsqueda de la reelección presidencial. Aunque Uribe no está totalmente fuera de carrera, sí quedó mal herido. Poco a poco el encumbrado y amedrentador uribismo se desvanece ante la debilidad de estos tipos de liderazgos, asociados más que a ideas y proyectos, a la compra de conciencias a través de contratos y entrega de ayudas a los más necesitados. Es decir, se respetan mientras ostenten poder y Uribe debe aceptar que ya no lo tiene y que hoy, en su condición de ex mandatario, debería de buscar refugio en El Ubérrimo.
También hay que señalar que la parapolítica, a pesar de la acción de la justicia y de las denuncias de los medios masivos, sigue viva en la Costa Atlántica, en el Valle del Cauca y en Casanare, a juzgar por el demostrado poder que aún mantiene Juan Carlos Martínez Sinisterra y sus ungidos, apoyados por los movimientos MIO, Afrovides y PIN.
Aunque el ex senador Martínez sufrió reveses por cuenta de la derrota de varios de sus candidatos, los tres movimientos políticos logran mantenerse en la escena política nacional, lo que no deja de ser un atractivo caudal electoral, incluso, para el mismo Santos, que desde la llamada Unidad Nacional ha recibido el apoyo, no agradecido públicamente, de los congresistas del PIN.
En cuanto al categórico triunfo de Petro, con el que logró llegar a la Alcaldía de Bogotá, hay que decir que no se trata de un triunfo de un hombre de izquierda, sino de un estratega político que supo tomar decisiones a tiempo, como la de retirarse del Polo y denunciar lo del carrusel de las contrataciones, para crear la micro empresa electoral Progresistas, con la que hizo alianzas con varios sectores, incluyendo de la derecha, para alcanzar su objetivo. A Petro hay que ubicarlo en el Centro y caracterizarlo como un proto mesías, como un megalómano al igual que Peñalosa, Uribe y Mockus. Veremos en qué queda su intención de darle al Movimiento Progresistas un alcance nacional.
La victoria alcanzada por el ex militante del Polo Democrático Alternativo (PDA) se da, así él mismo no lo reconozca jamás, por los avances que en materia social logró el Polo Democrático Alternativo en la capital de Colombia, a través de los mandatos de Garzón, Moreno y la buena imagen que tiene hasta el momento y que de seguro capitalizará en el futuro, la alcaldesa encargada, Clara López Obregón. Es decir, muchos de los votos logrados por Petro en esta contienda electoral están soportados en el trabajo y en los programas sociales que diseñaron y ejecutaron sus ex compañeros del PDA.
Para el caso de Cali y el Valle del Cauca hay que señalar que el triunfo logrado por Guerrero en la Alcaldía es el resultado de una coalición de intereses, de apetitos burocráticos y del afán de familias tradicionales, de recuperar para sí el poder local, en manos, durante varios años, de proyectos políticos emergentes (los de Apolinar, John Maro Rodríguez y Jorge Iván Ospina), que las mantuvieron en una larga sequía de contratos y de beneficios. Ya en el poder, a las élites locales les espera un complejo ejercicio del poder de un alcalde comprometido con diversos sectores y tendencias políticas. Recordemos que tendrá que gobernar con los intereses del saliente alcalde Jorge Iván Ospina, ante la adhesión de su candidato Argemiro Cortés, de igual forma que lo deberá hacer con los propios intereses de Dilian Francisca Toro, Sigifredo López y Clara Luz Roldán, entre otros.
Es decir, la administración de Guerrero no tiene el camino fácil pues deberá responder por el hambre burocrática de quienes adhirieron a su campaña, sin desconocer la voracidad de poder de las élites que lo respaldaron y que lo llevaron finalmente al poder.
En lo que toca a la gobernación del Valle, el triunfo de Useche De la Cruz hay que mirarlo en perspectiva de los intereses de Juan Carlos Martínez Sinisterra y del anterior y sancionado ex gobernador Juan Carlos Abadía. Huelga decir que el señalado ex congresista apoyó, en el pasado, aventuras electorales de hijos de la élite que hoy celebra la recuperación de Cali. Milton Castrillón, en debate televisado, organizado por RCN, señaló que una de las campañas de Kiko Lloreda a la alcaldía de Cali recibió apoyos del hoy señalado y cuestionado ‘barón’ electoral y condenado por vínculos con grupos paramilitares.
Ello constataría no sólo una crisis de liderazgo regional, una doble moral, sino el empobrecimiento de la política y de la ética pública en esta comarca, que se extiende a lo largo de Colombia. Lo cierto es que la élite recuperó la alcaldía y estará presta a hacerse con la gobernación hacia futuro. Ese será, para los próximos años, su proyecto estratégico.
Por lo pronto, se mantendrá la negativa imagen del Valle del Cauca, la crisis de liderazgo de esas familias tradicionales, de las que la historia y la tradición esperan y exigen un mejor desempeño en lo que toca con el agenciamiento de los destinos de la ciudad y de la región vallecaucana.
Con los nuevos mandatarios elegidos democráticamente, eso sí, en las condiciones de una democracia débil, difícilmente se logrará reducir la desigualdad, la exclusión y la pobreza y menos aún, avanzar en el diseño de proyectos de ciudad y de región. ¿O acaso alguien cree realmente en lo que prometieron unos y otros? Se trató, sin duda, de un simulacro más, que irá, poco a poco, alimentando el de por sí ya alto porcentaje de abstención de caleños, vallecaucanos y de colombianos que dejaron de creer en ese holograma de democracia que nos presentan cada cierto tiempo.