Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo
A ¿quién le duele la Constitución Política? Esta pregunta podría servir para abrir un camino explicativo de los silencios, sospechosos e inconvenientes por cierto, de ciudadanos e instituciones alrededor de las reformas hechas hasta el momento a la Carta de 1991, en especial, al desequilibrio de poderes que en la práctica significó la aprobación de la reelección presidencial inmediata.
Parece que al grueso de la población no le interesa la suerte del Estado social de derecho e incluso, a quienes por formación e investidura les correspondería pronunciarse en contra de una eventual segunda reelección presidencial -tercer periodo- y el consecuente desmonte del carácter garantista de la Constitución.
¿Faltó acaso una mayor y mejor socialización de los alcances constitucionales consagrados en el texto de la Constitución de 1991? Quizás haya una distancia insalvable entre la letra, es decir, el texto constitucional y la praxis política, que impide que los presupuestos consagrados en aquella bitácora sean asumidos y defendidos en su integridad por los ciudadanos y por las instituciones de la sociedad civil y del propio Estado. E incluso, por las instituciones armadas, que en la actual coyuntura mantienen la obediencia debida al Comandante y al proyecto de restricción de derechos que él encarna, circunstancia que hace de ellas un comodín utilizable para lo que sea, siempre y cuando el presupuesto para la guerra se aumente y con él, los privilegios para quienes portan uniforme.
No hay aún una inercia constitucional en la cotidianidad de los colombianos, reconocida en los ciudadanos de a pie, que les permita estar atentos de los cambios y la nueva orientación que al Estado le ha dado Uribe y sus seguidores.
La enseñabilidad de la Carta Política, articulada a los desafíos del Estado moderno en esta actual etapa de la globalización y a las circunstancias históricas del país político, debería dar cuenta de un proceso de concientización en el que sobresalga la defensa férrea del Estado social de derecho, de las libertades ciudadanas, del equilibrio de poderes y del control a la gestión del Ejecutivo. Por el contrario y de manera contradictoria, en la conciencia individual y colectiva de los colombianos se evidencia hoy una especie de resignación ante el evidente avasallamiento de unas condiciones ideales planteadas para que el Estado alcanzara la legitimidad esperada, asegurando condiciones aceptables de vida para las grandes mayorías.
Se puede explicar el asunto en las difíciles condiciones económicas edificadas justamente para mantener el control y especialmente, para acallar voces críticas, distraer con asuntos importantes de la cotidianidad, pero no fundamentales como suelen ser los temas de derechos y libertades. Se ha generado también miedo en la población colombiana con una política de seguridad diseñada no sólo para combatir a las Farc, sino para perseguir, presionar y desaparecer, si es necesario, a opositores, pensadores, críticos y contradictores, entre otros.
Un factor clave es la baja cultura política en una Colombia en la que la educación no es la prioridad y menos aún el empleo en condiciones dignas. Se suma a lo anterior, el carácter mafioso[1] con el cual la política y lo político se han entendido por quienes desde los partidos políticos e instituciones como el Congreso, agencian los asuntos públicos.
Los ex presidentes, gamonales y caciques regionales tienen también una particular forma de entender los presupuestos constitucionales, que les facilita el acercamiento a prácticas clientelistas, ofrecidas a ellos mismos cuando decidan oponerse, realmente, al giro constitucional planteado por Uribe. En el momento en el que Uribe decida ampliar los beneficios a los militares, a los banqueros, a las multinacionales y de darles contratos e institutos descentralizados a los ex presidentes y gamonales, el cambio constitucional será definitivo: habrá dictadura.
En definitiva, los consensos logrados en la Carta de 1991 y el buen ánimo que generó la apertura cultural y política que ella evidenciaba, se han perdido por el carácter mafioso con el que los partidos políticos y las élites han asumido los asuntos del Estado y los públicos. Defender la Constitución necesita de unas condiciones culturales (económicas, sociales y políticas) que aún no se han generado en Colombia y que con Uribe, se aplazarán indefinidamente. Por ello quizás la conclusión es clara: la Constitución no duele, se usa.
A ¿quién le duele la Constitución Política? Esta pregunta podría servir para abrir un camino explicativo de los silencios, sospechosos e inconvenientes por cierto, de ciudadanos e instituciones alrededor de las reformas hechas hasta el momento a la Carta de 1991, en especial, al desequilibrio de poderes que en la práctica significó la aprobación de la reelección presidencial inmediata.
Parece que al grueso de la población no le interesa la suerte del Estado social de derecho e incluso, a quienes por formación e investidura les correspondería pronunciarse en contra de una eventual segunda reelección presidencial -tercer periodo- y el consecuente desmonte del carácter garantista de la Constitución.
¿Faltó acaso una mayor y mejor socialización de los alcances constitucionales consagrados en el texto de la Constitución de 1991? Quizás haya una distancia insalvable entre la letra, es decir, el texto constitucional y la praxis política, que impide que los presupuestos consagrados en aquella bitácora sean asumidos y defendidos en su integridad por los ciudadanos y por las instituciones de la sociedad civil y del propio Estado. E incluso, por las instituciones armadas, que en la actual coyuntura mantienen la obediencia debida al Comandante y al proyecto de restricción de derechos que él encarna, circunstancia que hace de ellas un comodín utilizable para lo que sea, siempre y cuando el presupuesto para la guerra se aumente y con él, los privilegios para quienes portan uniforme.
No hay aún una inercia constitucional en la cotidianidad de los colombianos, reconocida en los ciudadanos de a pie, que les permita estar atentos de los cambios y la nueva orientación que al Estado le ha dado Uribe y sus seguidores.
La enseñabilidad de la Carta Política, articulada a los desafíos del Estado moderno en esta actual etapa de la globalización y a las circunstancias históricas del país político, debería dar cuenta de un proceso de concientización en el que sobresalga la defensa férrea del Estado social de derecho, de las libertades ciudadanas, del equilibrio de poderes y del control a la gestión del Ejecutivo. Por el contrario y de manera contradictoria, en la conciencia individual y colectiva de los colombianos se evidencia hoy una especie de resignación ante el evidente avasallamiento de unas condiciones ideales planteadas para que el Estado alcanzara la legitimidad esperada, asegurando condiciones aceptables de vida para las grandes mayorías.
Se puede explicar el asunto en las difíciles condiciones económicas edificadas justamente para mantener el control y especialmente, para acallar voces críticas, distraer con asuntos importantes de la cotidianidad, pero no fundamentales como suelen ser los temas de derechos y libertades. Se ha generado también miedo en la población colombiana con una política de seguridad diseñada no sólo para combatir a las Farc, sino para perseguir, presionar y desaparecer, si es necesario, a opositores, pensadores, críticos y contradictores, entre otros.
Un factor clave es la baja cultura política en una Colombia en la que la educación no es la prioridad y menos aún el empleo en condiciones dignas. Se suma a lo anterior, el carácter mafioso[1] con el cual la política y lo político se han entendido por quienes desde los partidos políticos e instituciones como el Congreso, agencian los asuntos públicos.
Los ex presidentes, gamonales y caciques regionales tienen también una particular forma de entender los presupuestos constitucionales, que les facilita el acercamiento a prácticas clientelistas, ofrecidas a ellos mismos cuando decidan oponerse, realmente, al giro constitucional planteado por Uribe. En el momento en el que Uribe decida ampliar los beneficios a los militares, a los banqueros, a las multinacionales y de darles contratos e institutos descentralizados a los ex presidentes y gamonales, el cambio constitucional será definitivo: habrá dictadura.
En definitiva, los consensos logrados en la Carta de 1991 y el buen ánimo que generó la apertura cultural y política que ella evidenciaba, se han perdido por el carácter mafioso con el que los partidos políticos y las élites han asumido los asuntos del Estado y los públicos. Defender la Constitución necesita de unas condiciones culturales (económicas, sociales y políticas) que aún no se han generado en Colombia y que con Uribe, se aplazarán indefinidamente. Por ello quizás la conclusión es clara: la Constitución no duele, se usa.
[1] En el sentido de las componendas y el manejo burocrático interesado.
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