Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo
Cuando la política y las acciones cotidianas de quienes ejercen y cumplen funciones estatales, e incluso, las de los ciudadanos, se ponen al servicio de mafias políticas[1], de grupos de poder económico y de multinacionales y de comandantes militares ávidos de poder y reconocimiento, ella misma y las acciones de aquellos, adquieren de forma natural un talante ilegítimo, que es, a la postre, generador importante de violencias y de la frágil y perversa cultura política colombiana.
Consecuencias de una política mafiosa o del actuar mafioso de agentes privados y estatales, son la sensación de impotencia, la desesperanza, la desazón y hasta el coraje de ciudadanos que al actuar dentro de las reglas del juego democrático y las de la propia ley, empiezan a reconocer lo ‘inútil’ que es continuar actuando de dicha manera, poniéndole precio a su actuar político ciudadano. Son esos elementos los que alimentan los tipos de violencia, que expresadas discursiva y actitudinalmente por los ciudadanos víctimas directas o indirectas de ese ejercicio perverso de la política, impiden el diálogo respetuoso alrededor de asuntos públicos de especial trascendencia para todos.
Para el caso colombiano, desde una perspectiva histórica, la política y la acción pública y privada de agentes del Estado y de ciudadanos en ámbitos privados, han estado asociadas y sujetas tanto a los poderes de facto (grupos armados ilegales, como guerrillas y paracos, y por supuesto, narcotraficantes, contrabandistas y mafias políticas de viejo cuño), como al creciente poder económico de corporaciones financieras locales e internacionales, consorcios y oligopolios, cada vez más desestabilizadores y generadores de incertidumbres en millones de ciudadanos del mundo.
El desencantamiento y el descentramiento de la política es consecuencia de la alianza mafiosa entre políticos y disímiles grupos de poder, legales e ilegales, apoyados en la acción premeditada de medios de comunicación y periodistas, que sujetos al morbo de lo noticioso, terminan vaciando de sentido a la política y a la acción política, cuyos efectos e intereses naturalmente colectivos, terminan al servicio de unos pocos. Esta constatación en Colombia suena a verdad aceptada e inmodificable, lo que genera aún más el espectro de violencia e incertidumbre al interior del país.
Si miramos las dos administraciones de Uribe - y las que vendrán - podemos decir que la política y la acción política han estado al servicio de mafias políticas enquistadas en los insepultos partidos políticos y en los intereses de los grupos económicos que lo llevaron al poder, que lo sostienen y que hoy reciben los beneficios de un Estado puesto a su servicio. Baste con revisar los proyectos agroindustriales puestos en marcha en la Orinoquia y en territorios aledaños, con recursos de la política pública Agro Ingreso Seguro.
Una política así, elimina la posibilidad de concebir ciudadanos que actúen bajo parámetros y principios éticos que permitan que en el imaginario colectivo se inoculen ideas como igualdad de oportunidades, claridad y respeto a las reglas de juego, para de esta manera decirle no al clientelismo, privado y público, primer generador de prácticas mafiosas.
Hoy más que nunca se necesita de una propuesta de gobierno que progresivamente enfrente y elimine las mafias políticas, y que de manera clara demuestre a empresarios, ex presidentes, políticos profesionales, funcionarios públicos -incluidos los militares- que las actuaciones clientelares de unos y otros, poco aportan a la construcción de una democracia y de un país cuyos ciudadanos no sólo respeten la institucionalidad, sino que le entreguen la legitimidad que tanto reclama y necesita el Estado y las acciones políticas de quienes dicen trabajar por el bien común.
Por esa vía, se necesita de un nuevo contrato social. Pero no hay hoy en la baraja de candidatos y precandidatos a la presidencia, quien agencie un proyecto político de tal magnitud, solo viable y deseable siempre y cuando enfrente las prácticas políticas mafiosas que históricamente se han enquistado en el Estado y ganado terreno, cada vez más, en instituciones del ámbito privado. Por ahora, cunde el mal ejemplo y la espiral de violencia crece.
Cuando la política y las acciones cotidianas de quienes ejercen y cumplen funciones estatales, e incluso, las de los ciudadanos, se ponen al servicio de mafias políticas[1], de grupos de poder económico y de multinacionales y de comandantes militares ávidos de poder y reconocimiento, ella misma y las acciones de aquellos, adquieren de forma natural un talante ilegítimo, que es, a la postre, generador importante de violencias y de la frágil y perversa cultura política colombiana.
Consecuencias de una política mafiosa o del actuar mafioso de agentes privados y estatales, son la sensación de impotencia, la desesperanza, la desazón y hasta el coraje de ciudadanos que al actuar dentro de las reglas del juego democrático y las de la propia ley, empiezan a reconocer lo ‘inútil’ que es continuar actuando de dicha manera, poniéndole precio a su actuar político ciudadano. Son esos elementos los que alimentan los tipos de violencia, que expresadas discursiva y actitudinalmente por los ciudadanos víctimas directas o indirectas de ese ejercicio perverso de la política, impiden el diálogo respetuoso alrededor de asuntos públicos de especial trascendencia para todos.
Para el caso colombiano, desde una perspectiva histórica, la política y la acción pública y privada de agentes del Estado y de ciudadanos en ámbitos privados, han estado asociadas y sujetas tanto a los poderes de facto (grupos armados ilegales, como guerrillas y paracos, y por supuesto, narcotraficantes, contrabandistas y mafias políticas de viejo cuño), como al creciente poder económico de corporaciones financieras locales e internacionales, consorcios y oligopolios, cada vez más desestabilizadores y generadores de incertidumbres en millones de ciudadanos del mundo.
El desencantamiento y el descentramiento de la política es consecuencia de la alianza mafiosa entre políticos y disímiles grupos de poder, legales e ilegales, apoyados en la acción premeditada de medios de comunicación y periodistas, que sujetos al morbo de lo noticioso, terminan vaciando de sentido a la política y a la acción política, cuyos efectos e intereses naturalmente colectivos, terminan al servicio de unos pocos. Esta constatación en Colombia suena a verdad aceptada e inmodificable, lo que genera aún más el espectro de violencia e incertidumbre al interior del país.
Si miramos las dos administraciones de Uribe - y las que vendrán - podemos decir que la política y la acción política han estado al servicio de mafias políticas enquistadas en los insepultos partidos políticos y en los intereses de los grupos económicos que lo llevaron al poder, que lo sostienen y que hoy reciben los beneficios de un Estado puesto a su servicio. Baste con revisar los proyectos agroindustriales puestos en marcha en la Orinoquia y en territorios aledaños, con recursos de la política pública Agro Ingreso Seguro.
Una política así, elimina la posibilidad de concebir ciudadanos que actúen bajo parámetros y principios éticos que permitan que en el imaginario colectivo se inoculen ideas como igualdad de oportunidades, claridad y respeto a las reglas de juego, para de esta manera decirle no al clientelismo, privado y público, primer generador de prácticas mafiosas.
Hoy más que nunca se necesita de una propuesta de gobierno que progresivamente enfrente y elimine las mafias políticas, y que de manera clara demuestre a empresarios, ex presidentes, políticos profesionales, funcionarios públicos -incluidos los militares- que las actuaciones clientelares de unos y otros, poco aportan a la construcción de una democracia y de un país cuyos ciudadanos no sólo respeten la institucionalidad, sino que le entreguen la legitimidad que tanto reclama y necesita el Estado y las acciones políticas de quienes dicen trabajar por el bien común.
Por esa vía, se necesita de un nuevo contrato social. Pero no hay hoy en la baraja de candidatos y precandidatos a la presidencia, quien agencie un proyecto político de tal magnitud, solo viable y deseable siempre y cuando enfrente las prácticas políticas mafiosas que históricamente se han enquistado en el Estado y ganado terreno, cada vez más, en instituciones del ámbito privado. Por ahora, cunde el mal ejemplo y la espiral de violencia crece.
[1] Mafias políticas: se llama así a la acción política de políticos, gamonales, caciques y líderes políticos con capacidad clientelar, que buscan de manera deliberada beneficiar a escogidos y selectos grupos de poder, legales e ilegales, violando elementales principios democráticos y derechos consagrados en la constitución, y hacerse con el poder. Las mafias políticas representan la cooptación del Estado y se convierten en un referente negativo para la acción política ciudadana.
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