Por Germán Ayala Osorio (Colombia)
El enfrentamiento y la persecución que el Gobierno de Uribe viene protagonizando en contra de la Corte Suprema de Justicia, miembros de la llamada Oposición y en contra de algunos medios de comunicación, describen lo que podría ser la consolidación de un régimen de terror edificado y sostenido desde la Casa de Nariño y aupado por grupos de la sociedad civil, adeptos a Uribe.
Lo más difícil del asunto es la evidente y creciente polarización ideológica entre quienes idolatran al mandatario de turno y aquellos que, con valor ciudadano, han expresado sus críticas a un régimen que ha combatido a las guerrillas con especial ferocidad, como es su deber, pero que ha entregado el Estado a las fauces de un paramilitarismo que viene entronizando en la sociedad colombiana valores que ética y políticamente se sostienen en el desprecio por la opinión contraria, por la diferencia y por todo aquello que implique disentir de las posturas oficiales, sostenidas en forzosos consensos mediáticos.
El fenómeno paramilitar caló de tal forma en la población y en la sociedad civil colombiana, que la filosofía y los objetivos criminales de las AUC hoy orientan el actuar civil de un número importante de colombianos, que sin mayor discusión, asumen como perjudicial para la democracia que haya disensos, que haya vigilancia mediática de los asuntos públicos, que haya libertad y condiciones para que la justicia haga su trabajo, especialmente en lo que toca a los asuntos de la parapolítica vigilados de cerca por la Corte Suprema de Justicia.
Es decir, asistimos a la paramilitarización de los valores ciudadanos, lo que conlleva a la intolerancia política, en escenarios privados como la familia y el trabajo. Cada vez más se conoce de conflictos familiares generados porque algún miembro de un núcleo familiar se aventura a criticar el régimen de Uribe, arropado por una excesiva confianza de sectores ciudadanos convencidos de que el camino trazado por él es el correcto y el único que existe.
El complejo escenario resulta de la connivencia de sectores de la sociedad civil, el ejército, los partidos políticos, medios de comunicación y periodistas con el paramilitarismo. Las AUC y sus partidarios animaron y canalizaron el odio que los colombianos han alimentado por más de cuarenta años hacia unas guerrillas que, incapaces de convertirse en una opción de poder, hoy sobreviven del negocio del narcotráfico. Cada día se confirma que la presencia histórica de las guerrillas terminó fortaleciendo a la derecha que sigue viendo con recelo las voces críticas que se levantan en contra de la forma como sus militantes, simpatizantes y patrocinadores, conciben, por ejemplo, el rol del Estado.
Las actividades ideológicas adelantadas por el paramilitarismo y la generación de procesos simbólicos asociados a la ética ciudadana, harán posible y aceptable las medidas de fuerza. Desde allí se justificará la persecución oficial, la desaparición forzosa y el desprecio por toda expresión contraria al unanimismo ideológico que de tiempo atrás campea por territorio colombiano.
Como en anteriores episodios de violencia, física y simbólica, vivir en la diferencia se va alejando como máximo propósito y objetivo humano, con el riesgo de convertirse, en las actuales condiciones políticas, en un vestigio propio de un puñado de colombianos que se resistieron a vivir en medio de una inconveniente homogeneidad en las formas de concebir los asuntos públicos.
El carácter megalómano del Presidente se erige hoy en el hilo conductor de la arraigada intolerancia política de extensos y amplios grupos de la sociedad colombiana, por cuanto Uribe Vélez ha sabido de tiempo atrás asociar, de manera perversa, el ejercicio de valores ciudadanos, con subversión y terrorismo. La expresión quien no está conmigo está contra mí, demuestra el desprecio que el Presidente siente por la crítica y por la oposición civil a sus ideas y forma de gobernar; esa misma expresión hoy es un lema de lucha, un valor sociopolítico que muchos de sus cacósmicos simpatizantes interponen antes de asumir un diálogo, sin que importe si el ámbito de éste se da en lo privado o en lo público.
Nada más inconveniente para la débil democracia colombiana que el Jefe de Estado y de Gobierno agite el odio, el desprecio por la vida, por la diferencia ideológica y por el estado social de derecho, en un país como Colombia que históricamente ha aceptado las vías de hecho y la acción de la justicia privada y las ejecuciones extrajudiciales, como incontrovertibles valores sociales y políticos de convivencia.
Lo que sí queda claro es que la persecución ideológica y política en contra de los Magistrados de la Corte Suprema de Justicia, miembros de la Oposición y en contra de un sector de la Prensa, así como la polarización en sectores poblacionales disímiles continuará, así el Presidente abandone la idea de perpetuarse en el poder.
Muy seguramente su obra será recogida por Vargas Lleras, Juan Manuel Santos e inclusive, por el actual ministro de Agricultura, con el beneplácito de las fuerzas militares y amplios sectores de la sociedad civil; eso sí, no podemos olvidar que fue Uribe quien legitimó los imaginarios paraestatales de ejercer la justicia y de garantizar la viabilidad política del régimen; y fue él quien elevó a valores ciudadanos la intolerancia, el desprecio por la vida y el irrespeto a la diferencia; y quien invalidó la política, la discusión dialógica y el estado social de derecho.
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