Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo
Los confesos vínculos del general ( r ) de la Policía Nacional, Mauricio Santoyo Velasco con los paramilitares, ante la justicia de los Estados Unidos, reconfirman un hecho que parece que no escandaliza a la opinión pública y al grueso de los colombianos: la penetración y cooptación del Estado por parte del paramilitarismo, a través de una fina red de relaciones de poder e intereses, entre oficiales de alta graduación de las fuerzas armadas, líderes paramilitares, políticos y clase dirigente empresarial.
Es posible que en las próximas revelaciones que el ex oficial haga ante los jueces norteamericanos se entreguen algunos nombres de otros oficiales y es posible que de políticos que usaron el poder político para poner el Estado al servicio de la empresa criminal más eficiente y criminal, puesta en marcha en Colombia, por sectores de extrema derecha (educada), enquistados en visibles organizaciones de la sociedad civil.
El caso Santoyo sirve, además, para legitimar y extremar el tutelaje político y judicial de los Estados Unidos, frente a un Estado que, como el colombiano, apenas si logra mantener condiciones mínimas de operación a sus poderes públicos, en especial al poder judicial. Es vergonzoso que en Colombia no haya investigación alguna contra el alto oficial por los hechos confesados y que de manera tardía se inicien investigaciones alrededor de propiedades y bienes del hoy confeso criminal, para someterlas a extinción de dominio.
Como Santoyo, existe una lista de altos oficiales de las fuerzas armadas con presuntos o probados vínculos con las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Baste con recordar a los generales del ejército, Rito Alejo del Río, Jaime Humberto Uscátegui y Farouk Yanine Díaz, procesados por sus presuntos o probados nexos con paramilitares y la participación de prácticas genocidas.
Si bien no podemos asegurar que se trata de una política oficial, si podemos decir que hubo prácticas sistemáticas que hacen pensar que el proyecto de Estado y de nación que imaginaron los paramilitares y sus colaboradores, tuvo amplia aceptación en sectores destacados de las filas castrenses.
Lo confesado por Santoyo Velasco y los probados casos de otros oficiales de las fuerzas armadas confirman que el fenómeno paramilitar se sirvió de congresistas, gobernantes regionales y locales y miembros de las fuerzas armadas, para ejecutar los planes operativos, económicos y políticos de las AUC, que compartían sectores poderosos de la sociedad civil.
Pero el asunto no puede quedar en el establecimiento y el señalamiento de funcionarios que se pusieron al servicio de un grupo al margen de la ley. Por el contrario, el país debe conocer las finas redes criminales y clientelares con las que sectores poderosos de la sociedad civil se sirvieron de los paramilitares, para cooptar la institucionalidad estatal y varias instituciones del Estado y ponerlas al servicio de un proyecto político de extrema derecha, con el que pretendían desmontar el Estado social de derecho y en general el ordenamiento jurídico, político y constitucional logrado en 1991.
Gracias al trabajo de profesores, académicos e investigadores, ya el país conoce algunas de las redes y las formas de operación de ese proyecto de país que buscaron implementar políticos, militares, empresarios, ganaderos, periodistas y élites regionales, entre otros. Pero aún faltan piezas de esas finas redes de poder establecidas por quienes desde instancias gubernamentales de diverso nivel y con la anuencia de actores de una sociedad civil que de tiempo atrás sostiene una relación patrimonial con el Estado, permitieron que dentro del orden establecido se inocularan los valores no democráticos y criminales de las AUC.
Ojalá el caso Santoyo Velasco sirva para que los colombianos comprendan bien qué buscaban los paramilitares y sus animadores ubicados estratégicamente en el Estado y en la sociedad civil.
Un proyecto de nación supuestamente soportado en la lucha antisubversiva, pero que en verdad ofrecía una idea de Estado y de orden social, político, económico y cultural con específicas características, que mantiene vigencia en grupos y movimientos políticos y en la seudo ideología uribista.
“… el histórico rechazo a la acción guerrillera sirvió de puente axiológico para legitimar las acciones y prácticas de un proyecto neoconservador agenciado y aupado por un conjunto de organizaciones, legales e ilegales, de fuerzas de poder local, regional y nacional (élites económicas y políticas), así como actores globales tales multinacionales, el sistema financiero nacional e internacional”.
El fenómeno paramilitar se podría concebir, entonces, como una estrategia de las élites para consolidar un modelo económico (neoliberal) y social, que con su expansión a zonas del territorio nacional donde el Estado históricamente ha estado ausente, propició procesos de exclusión y polarización social cada vez más fuertes. Un fenómeno que intensificó los procesos de confrontación, de expulsión de sus territorios de un número importante de colombianos y que tomó por mano propia acciones de justicia directa sobre los cuerpos de miles de personas. Sobre el valor contrainsurgente, aupado desde el Estado y desde actores de la sociedad civil, como los medios de comunicación, se sumaron intereses de disímiles grupos de presión nacionales e internacionales, que vieron en el fenómeno paramilitar la oportunidad para agenciar un proyecto político, ideológico, cultural, económico, social y agrario de gran envergadura, con asiento en un modelo económico extractivo y liberal, en el sentido en que se necesita menos Estado y más Mercado, concepción con especial arraigo en un proceso de globalización en el que lo más importante es la circulación libre del capital, socavándose las soberanías estatal y popular y generando prácticas clientelizadas de los ciudadanos”[1].
[1] Ayala Osorio, Germán. Paramilitarismo en Colombia, más allá de un fenómeno de violencia política. Cali: UAO, Noviembre de 2011. ISBN 9789588713120.
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