Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo
En un régimen presidencialista como el que funciona en Colombia, la figura del Presidente suele ser venerada por quienes desde disímiles poderes regionales, legales e ilegales, agencian su sostenimiento, a pesar de los problemas políticos que este régimen genera, es especial por el tipo de relaciones que suele construir con los otros dos poderes públicos.
Si bien el Presidente concentra en él la unidad nacional y máximos poderes administrativos, en un país de países como Colombia, con un Estado débil y precario, las acciones de gobierno, encarnadas o no en un proyecto político individual o colectivo, no siempre son atendidas en regiones en donde persisten poderosos intereses de quienes en el pasado apelaron a la violencia o han sido cómplices de ella, a través de un silencio oculto frente a injusticias y a todo tipo de violaciones a los derechos humanos y por supuesto, a la propiedad privada.
Hoy, cuando el Presidente Santos parece jugársela por las víctimas del despojo de tierras que emprendieron paramilitares, guerrilleros, narcotraficantes, políticos, hacendados, terratenientes, finqueros y agroindustriales, van a ir apareciendo, poco a poco, los grupos de interés que en las regiones se oponen a la idea presidencial de devolver las tierras a campesinos, afrocolombianos e indígenas, víctimas del desplazamiento forzoso, arma utilizada por la derecha y la ultraderecha, para perpetuar la concentración de la tierra en pocas manos.
La marcha de Santos en Necoclí resulta ser correcta en lo político la medida en que un Presidente, nuevamente, intenta revertir la historia de un problema agrario, que es la base del conflicto armado interno y por ende, razón de disputa de actores legales e ilegales que luchan por la tierra. Santos manda un mensaje claro, que bien puede despertar los intereses mezquinos o no, de poderosos que desde las regiones insisten en perpetuar los problemas agrarios de un país con esa vocación.
Y es allí, justamente, en esos escenarios geográficos regionales en donde el poder presidencial se diluye, cuando iniciativas como las emprendidas por Santos puedan llegar a tocar intereses tanto de grupos armados ilegales, como de hacendados, finqueros, agroindustriales y terratenientes, quienes desde la legalidad no sólo auparon el desplazamiento forzoso que emprendieron los paramilitares, sino que de manera soterrada vieron cómo se violaba el derecho a la propiedad de cientos de miles de campesinos y gente pobre. Resulta curioso que esos mismos grupos de poder históricamente le han pedido al Estado que les garantice la propiedad privada, que ellos vieron como se violentada a terceros y frente a la que guardaron completo mutismo.
Así las cosas, el reto de Santos en materia agraria es mayúsculo pues él sabe que su poder político tiene límites no sólo en los poderes tradicionales y de facto que sobreviven en regiones como el Valle del Cauca y la costa Atlántica, entre otras, que apoyaron su candidatura y que de seguro apoyarán su reelección, sino en la debilidad institucional del Estado para hacer respetar la ley y la propiedad de pequeños propietarios de tierras.
Hay que insistir en una reforma agraria sobre la base de un proyecto de nación que reconozca que la violencia es el arma que grupos y familias poderosas usaron en el pasado para despojar a negros y campesinos de sus tierras. Y a partir de allí, pensar realmente en el tipo de desarrollo rural que se quiere para Colombia, estimando, por supuesto, el tipo de vocación de los suelos y los efectos ambientales que genera la puesta en marcha, por ejemplo, de la ganadería extensiva, los monocultivos (caña de azúcar y palma africana) y los proyectos agroindustriales.
Y en ese revisar el tipo de desarrollo, hay que repensar la seguridad alimentaria, venida a menos tanto por la extensión de monocultivos, legales e ilegales, como por la agroindustria y la potrerización de extensas zonas en el país. Es clave, entonces, diseñar planes de producción de alimentos que beneficien a la población. Insistir en la producción frutas y hortalizas, que aseguren no sólo una vida digna a quienes las cultivan, sino precios bajos a quienes las consumen. Ese sería un buen inicio.
Al final del mandato Santos veremos si la ley de restitución de tierras quedó en una simple marcha de Santos en Necoclí y si su real poder político se diluyó entre las manos sucias de los propios políticos que hoy hacen parte de la Unidad Nacional, sobre los cuales recaen múltiples responsabilidades por el largo proceso de despojo de tierras que emprendió la empresa criminal más grande de la historia de Colombia: el paramilitarismo. Y al final, a lo mejor confirmamos que la figura del Presidente y su real poder para modificar este estado de cosas injustificable e insostenible, simplemente sirve para perpetuar lo que de tiempo atrás se hace mal en las regiones o en los otros países que subsisten dentro del territorio colombiano.
En un régimen presidencialista como el que funciona en Colombia, la figura del Presidente suele ser venerada por quienes desde disímiles poderes regionales, legales e ilegales, agencian su sostenimiento, a pesar de los problemas políticos que este régimen genera, es especial por el tipo de relaciones que suele construir con los otros dos poderes públicos.
Si bien el Presidente concentra en él la unidad nacional y máximos poderes administrativos, en un país de países como Colombia, con un Estado débil y precario, las acciones de gobierno, encarnadas o no en un proyecto político individual o colectivo, no siempre son atendidas en regiones en donde persisten poderosos intereses de quienes en el pasado apelaron a la violencia o han sido cómplices de ella, a través de un silencio oculto frente a injusticias y a todo tipo de violaciones a los derechos humanos y por supuesto, a la propiedad privada.
Hoy, cuando el Presidente Santos parece jugársela por las víctimas del despojo de tierras que emprendieron paramilitares, guerrilleros, narcotraficantes, políticos, hacendados, terratenientes, finqueros y agroindustriales, van a ir apareciendo, poco a poco, los grupos de interés que en las regiones se oponen a la idea presidencial de devolver las tierras a campesinos, afrocolombianos e indígenas, víctimas del desplazamiento forzoso, arma utilizada por la derecha y la ultraderecha, para perpetuar la concentración de la tierra en pocas manos.
La marcha de Santos en Necoclí resulta ser correcta en lo político la medida en que un Presidente, nuevamente, intenta revertir la historia de un problema agrario, que es la base del conflicto armado interno y por ende, razón de disputa de actores legales e ilegales que luchan por la tierra. Santos manda un mensaje claro, que bien puede despertar los intereses mezquinos o no, de poderosos que desde las regiones insisten en perpetuar los problemas agrarios de un país con esa vocación.
Y es allí, justamente, en esos escenarios geográficos regionales en donde el poder presidencial se diluye, cuando iniciativas como las emprendidas por Santos puedan llegar a tocar intereses tanto de grupos armados ilegales, como de hacendados, finqueros, agroindustriales y terratenientes, quienes desde la legalidad no sólo auparon el desplazamiento forzoso que emprendieron los paramilitares, sino que de manera soterrada vieron cómo se violaba el derecho a la propiedad de cientos de miles de campesinos y gente pobre. Resulta curioso que esos mismos grupos de poder históricamente le han pedido al Estado que les garantice la propiedad privada, que ellos vieron como se violentada a terceros y frente a la que guardaron completo mutismo.
Así las cosas, el reto de Santos en materia agraria es mayúsculo pues él sabe que su poder político tiene límites no sólo en los poderes tradicionales y de facto que sobreviven en regiones como el Valle del Cauca y la costa Atlántica, entre otras, que apoyaron su candidatura y que de seguro apoyarán su reelección, sino en la debilidad institucional del Estado para hacer respetar la ley y la propiedad de pequeños propietarios de tierras.
Hay que insistir en una reforma agraria sobre la base de un proyecto de nación que reconozca que la violencia es el arma que grupos y familias poderosas usaron en el pasado para despojar a negros y campesinos de sus tierras. Y a partir de allí, pensar realmente en el tipo de desarrollo rural que se quiere para Colombia, estimando, por supuesto, el tipo de vocación de los suelos y los efectos ambientales que genera la puesta en marcha, por ejemplo, de la ganadería extensiva, los monocultivos (caña de azúcar y palma africana) y los proyectos agroindustriales.
Y en ese revisar el tipo de desarrollo, hay que repensar la seguridad alimentaria, venida a menos tanto por la extensión de monocultivos, legales e ilegales, como por la agroindustria y la potrerización de extensas zonas en el país. Es clave, entonces, diseñar planes de producción de alimentos que beneficien a la población. Insistir en la producción frutas y hortalizas, que aseguren no sólo una vida digna a quienes las cultivan, sino precios bajos a quienes las consumen. Ese sería un buen inicio.
Al final del mandato Santos veremos si la ley de restitución de tierras quedó en una simple marcha de Santos en Necoclí y si su real poder político se diluyó entre las manos sucias de los propios políticos que hoy hacen parte de la Unidad Nacional, sobre los cuales recaen múltiples responsabilidades por el largo proceso de despojo de tierras que emprendió la empresa criminal más grande de la historia de Colombia: el paramilitarismo. Y al final, a lo mejor confirmamos que la figura del Presidente y su real poder para modificar este estado de cosas injustificable e insostenible, simplemente sirve para perpetuar lo que de tiempo atrás se hace mal en las regiones o en los otros países que subsisten dentro del territorio colombiano.
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