Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo
Para el singular caso de Colombia, la presencia de policías y ladrones (y hasta de guerrilleros y soldados), se garantiza por la existencia de un conjunto de factores ‘naturales’, sociales, económicos y políticos que en ciertas circunstancias, se exhiben plenamente amalgamados y unidos.
La delincuencia, así como el delincuente, representan una disonancia, una desviación, como quiera que el ser humano piensa e imagina la sociedad como un conjunto de reglas uniformes, que no sólo deben ser seguidas y respetadas por todos, sino que son una suerte de camino único y posible de convivencia social, que no representa sometimiento alguno para aquellos que en algún momento se puedan sentir violentados por la propuesta de sociedad, que se encarna en ese conjunto de normas y reglas.
Por ello hay quienes de manera ‘natural’ representan el rol de delincuente, para el que de inmediato aparece la respuesta institucional, socialmente aceptada y exigida, a través del rol del policía, que hará lo posible por someterlo, contrarrestar su acción o en últimas, eliminarlo.
Es decir, la institución instalada en el cuerpo del policía y la delincuencia instalada en el cuerpo del delincuente, exponen no sólo el conflicto relacional entre los dos roles, sino la confianza que el resto de la sociedad deposita en el cuerpo armado para contrarrestar al delincuente.
Cuando el policía olvida su rol y actúa como delincuente (delinque usando el poder del uniforme), se agrieta la confianza en las instituciones del Estado y las empieza a minar por dentro. Esto es lo que claramente pasa en Colombia en donde delincuentes y policías, resultantes de una sociedad violenta, discriminante y polarizante, intentan sobrevivir en un entorno donde justamente la falta de oportunidades es lo que les permite existir a los dos. Quizás ese elemento les permita, en muchas ocasiones, actuar juntos por fuera de la ley.
Delincuente-Policía y Guerrillero-Soldado son dicotomías que se reproducen en tanto la sociedad, la nación y el Estado colombianos mantienen y reproducen las circunstancias que hacen posible que dichos roles existan y se legitimen desde muy diversas esferas de poder: una sociedad polarizada, fácilmente polarizante, conflictiva, violenta y profundamente desigual.
Socialmente dichos roles se garantizan desde el preciso momento en el que la lucha de clases se manifiesta y se exhibe en espacios laborales, en espectáculos públicos, en la publicidad, en las prácticas de consumo y por supuesto, en las relaciones de poder institucionalizadas sobre las cuales hay establecidos consensos.
Quien delinque, enfrenta ese escenario bien desde la simple postura de rechazar el orden social establecido y sus circunstancias, porque está en desacuerdo, o porque cree que delinquiendo puede invertir la relación de dominado. Pero también se da lo contrario, cuando un individuo pretende aumentar para sí el poder, hasta lograr dominar al máximo a quienes están del otro lado de la relación (debajo) de poder, esto es, tiene como fin lograr la degradación de la condición humana.
Ello rompe con el imaginario que señala que delincuencia y pobreza van de la mano, cuando desde altas esferas de poder, económico y político, hay actores y agentes que delinquen bajo el ropaje de una institución privada o del Estado, lo que les asegura un tratamiento distinto al que normalmente recibe el delincuente común (raponero). Las ollas podridas destapadas en la DNE y en varias EPS son ejemplos de un actuar delictivo que se equipara, en términos de circunstancias y anhelos, al de las bandidos que azotan las principales ciudades de Colombia.
Desde la perspectiva económica, delincuentes y policías existen porque las condiciones del mercado y del sistema capitalista así lo permiten. De un lado, están quienes desean suplir una necesidad bien sea porque sufren de física hambre y, del otro, porque como víctimas de los modelos de éxito propuestos (impuestos) por la publicidad y la sociedad, quieren sentir lo que sienten los que ya gozan o van camino de alcanzar el anhelado éxito.
De igual forma, ambos roles están sujetos a las lógicas del mercado. Las armas para repeler a la delincuencia (incluye los costos de preparación de policías y soldados) ponen a andar a la industria militar que provee armas, pertrechos y toda suerte de elementos tecnológicos requeridos para enfrentar la desviación y la anomia que representan los delincuentes.
Por ello la respuesta de aumentar el pie de fuerza viene dada en términos de oferta y demanda, por cuanto la situación apremiante de inseguridad así lo amerita. Para las fuerzas represivas del Estado o los aparatos represivos de Estado, al decir de Althusser, parece ser suficiente con el aumento de efectivos armados en las ciudades para contrarrestar la delincuencia.
Niegan, de esta forma, la posibilidad -y la necesidad- de buscar otras aristas, factores y condiciones que aseguran o permiten la aparición del delincuente. Ese es el caso de la ciudad de Cali, recientemente ‘tomada’ por la institución policial para enfrentar disímiles formas en las que se expresa el delito y la delincuencia.
Desde la perspectiva política, la delincuencia en las ciudades sigue siendo un factor menor desde lo electoral, puesto que la agenda que traza e impone el conflicto armado interno, desplaza de alguna manera el interés y la responsabilidad que tienen alcaldes, gobernadores y el propio Presidente, en el aumento del crimen en las urbes colombianas.
El actual gobierno de Santos presenta una agenda en la que la guerra contra las Farc no es el único tema que la constituye, tal y como sí sucedió en las dos administraciones de Uribe en la que el único tema de la agenda era acabar con las Farc. Es posible que quiera darle un carácter político a la creciente delincuencia en las ciudades, sin que ello signifique que vaya a enfrentar las circunstancias que hacen posible que existan policías y ladrones.
Para el singular caso de Colombia, la presencia de policías y ladrones (y hasta de guerrilleros y soldados), se garantiza por la existencia de un conjunto de factores ‘naturales’, sociales, económicos y políticos que en ciertas circunstancias, se exhiben plenamente amalgamados y unidos.
La delincuencia, así como el delincuente, representan una disonancia, una desviación, como quiera que el ser humano piensa e imagina la sociedad como un conjunto de reglas uniformes, que no sólo deben ser seguidas y respetadas por todos, sino que son una suerte de camino único y posible de convivencia social, que no representa sometimiento alguno para aquellos que en algún momento se puedan sentir violentados por la propuesta de sociedad, que se encarna en ese conjunto de normas y reglas.
Por ello hay quienes de manera ‘natural’ representan el rol de delincuente, para el que de inmediato aparece la respuesta institucional, socialmente aceptada y exigida, a través del rol del policía, que hará lo posible por someterlo, contrarrestar su acción o en últimas, eliminarlo.
Es decir, la institución instalada en el cuerpo del policía y la delincuencia instalada en el cuerpo del delincuente, exponen no sólo el conflicto relacional entre los dos roles, sino la confianza que el resto de la sociedad deposita en el cuerpo armado para contrarrestar al delincuente.
Cuando el policía olvida su rol y actúa como delincuente (delinque usando el poder del uniforme), se agrieta la confianza en las instituciones del Estado y las empieza a minar por dentro. Esto es lo que claramente pasa en Colombia en donde delincuentes y policías, resultantes de una sociedad violenta, discriminante y polarizante, intentan sobrevivir en un entorno donde justamente la falta de oportunidades es lo que les permite existir a los dos. Quizás ese elemento les permita, en muchas ocasiones, actuar juntos por fuera de la ley.
Delincuente-Policía y Guerrillero-Soldado son dicotomías que se reproducen en tanto la sociedad, la nación y el Estado colombianos mantienen y reproducen las circunstancias que hacen posible que dichos roles existan y se legitimen desde muy diversas esferas de poder: una sociedad polarizada, fácilmente polarizante, conflictiva, violenta y profundamente desigual.
Socialmente dichos roles se garantizan desde el preciso momento en el que la lucha de clases se manifiesta y se exhibe en espacios laborales, en espectáculos públicos, en la publicidad, en las prácticas de consumo y por supuesto, en las relaciones de poder institucionalizadas sobre las cuales hay establecidos consensos.
Quien delinque, enfrenta ese escenario bien desde la simple postura de rechazar el orden social establecido y sus circunstancias, porque está en desacuerdo, o porque cree que delinquiendo puede invertir la relación de dominado. Pero también se da lo contrario, cuando un individuo pretende aumentar para sí el poder, hasta lograr dominar al máximo a quienes están del otro lado de la relación (debajo) de poder, esto es, tiene como fin lograr la degradación de la condición humana.
Ello rompe con el imaginario que señala que delincuencia y pobreza van de la mano, cuando desde altas esferas de poder, económico y político, hay actores y agentes que delinquen bajo el ropaje de una institución privada o del Estado, lo que les asegura un tratamiento distinto al que normalmente recibe el delincuente común (raponero). Las ollas podridas destapadas en la DNE y en varias EPS son ejemplos de un actuar delictivo que se equipara, en términos de circunstancias y anhelos, al de las bandidos que azotan las principales ciudades de Colombia.
Desde la perspectiva económica, delincuentes y policías existen porque las condiciones del mercado y del sistema capitalista así lo permiten. De un lado, están quienes desean suplir una necesidad bien sea porque sufren de física hambre y, del otro, porque como víctimas de los modelos de éxito propuestos (impuestos) por la publicidad y la sociedad, quieren sentir lo que sienten los que ya gozan o van camino de alcanzar el anhelado éxito.
De igual forma, ambos roles están sujetos a las lógicas del mercado. Las armas para repeler a la delincuencia (incluye los costos de preparación de policías y soldados) ponen a andar a la industria militar que provee armas, pertrechos y toda suerte de elementos tecnológicos requeridos para enfrentar la desviación y la anomia que representan los delincuentes.
Por ello la respuesta de aumentar el pie de fuerza viene dada en términos de oferta y demanda, por cuanto la situación apremiante de inseguridad así lo amerita. Para las fuerzas represivas del Estado o los aparatos represivos de Estado, al decir de Althusser, parece ser suficiente con el aumento de efectivos armados en las ciudades para contrarrestar la delincuencia.
Niegan, de esta forma, la posibilidad -y la necesidad- de buscar otras aristas, factores y condiciones que aseguran o permiten la aparición del delincuente. Ese es el caso de la ciudad de Cali, recientemente ‘tomada’ por la institución policial para enfrentar disímiles formas en las que se expresa el delito y la delincuencia.
Desde la perspectiva política, la delincuencia en las ciudades sigue siendo un factor menor desde lo electoral, puesto que la agenda que traza e impone el conflicto armado interno, desplaza de alguna manera el interés y la responsabilidad que tienen alcaldes, gobernadores y el propio Presidente, en el aumento del crimen en las urbes colombianas.
El actual gobierno de Santos presenta una agenda en la que la guerra contra las Farc no es el único tema que la constituye, tal y como sí sucedió en las dos administraciones de Uribe en la que el único tema de la agenda era acabar con las Farc. Es posible que quiera darle un carácter político a la creciente delincuencia en las ciudades, sin que ello signifique que vaya a enfrentar las circunstancias que hacen posible que existan policías y ladrones.