viernes, 24 de julio de 2009

EL DISCURSO TAMBIÉN JUEGA A LA HORA DE VOTAR

Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo


El asunto de la ética y de lo ético involucra, sin duda, las vicisitudes y el propio devenir del hombre en el mundo de la vida; de ahí que la ética y lo ético conlleven, inexorablemente, a un asunto comunicativo en el que sobresale el poder de la lengua y del lenguaje en su tarea de significar, de nombrar, de reconocer, pero también de invisibilizar, minimizar y de des-conocer la existencia del ‘Otro’; he allí entonces un asunto definitivo para las humanidades contemporáneas y para la acción ciudadana: la eticidad discursiva.

Consciente del poder que tienen el lenguaje y la lengua, la acción discursiva en el mundo contemporáneo expone un asunto ético en tanto involucra el mundo de la vida de quienes se comunican, deciden sostener o se deben enfrentar a una relación, necesariamente horizontal, de intercambio de sentidos a través de diferentes formas textuales.

Sin duda, hay un mundo de la vida que necesariamente define y caracteriza al hombre como un ser histórico, político, ético y discursivamente reconocible y criticable de acuerdo con las improntas ganadas en tiempo y espacio, y en momentos históricos definidos por circunstancias propias del devenir humano en sociedad, pero especialmente, por las huellas dejadas por la acción lingüística en los encuentros intersubjetivos. En cada encuentro comunicativo la ética y lo ético entran en conflicto, en un juego intersubjetivo en el que nos desnudamos con la palabra, frente al mundo y frente al Otro.

En esa línea, Guillermo Hoyos Vásquez sostiene que “en un primer momento, la comunicación implica el reconocimiento del otro como diferente, es decir, como interlocutor válido. Sólo quien reconoce esto sigue interesado en la comunicación con los demás, dado que considera que puede aprender de ellos. Este es el punto de partida de toda ética: el reconocimiento del ‘otro como diferente’…” [1]

A lo anterior se suman las formas como el Estado colombiano, sus instituciones y sus dirigentes se comunican con sus asociados, con los ciudadanos, con la llamada opinión pública. Por supuesto que es fundamental en el proceso comunicativo Estado- ciudadanos, advertir como un obstáculo, la sempiterna debilidad del Estado colombiano para garantizar la vida y honra de sus asociados, en la imperiosa necesidad de lograr que éste se convierta en un referente moral de la sociedad, que dé inicio a la consolidación de un proyecto cultural amplio, incluyente y tolerante, de acuerdo con las diferencias regionales que nos hacen un país de prácticas culturales disímiles.
Buena parte de la legitimidad alcanzada por actitudes y prácticas como la corrupción, el clientelismo y la violencia, se ha logrado por el mal ejemplo dado por las instituciones estatales y el discurso vehemente y brusco del propio presidente Álvaro Uribe Vélez. Un discurso que ética y comunicativamente resulta inconveniente para un país como el nuestro con una tradición violenta, discriminante e intimidatoria, desde los usos del lenguaje. Baste con recordar cómo nombramos a los ciudadanos miembros de las llamadas minorías (negros e indígenas), para darnos cuenta de que se trata de usos del lenguaje en donde sobresalen intenciones discriminantes.

En el discurso violento de los colombianos se concentran odios, miedos, una profunda intolerancia y toda clase de sentimientos humanos, que desde un sentido muy primario, ha ido edificando un imaginario colectivo de lo que debe ser un Presidente, un jefe, un director, de cómo deben actuar y de cómo deben expresarse y de cómo, desde la fuerza ilocutoria, deben proponer soluciones a los problemas del país, o maneras de administrar los intereses de la nación, o los propios de una organización.

Por supuesto que el aporte de los discursos intimidatorios de narcotraficantes, guerrilleros y paramilitares y varios dirigentes políticos y gremiales, ha sido importante y definitivo para que hoy los colombianos (uribistas, especialmente) se sientan cómodos con el discurso iracundo de un Presidente que no tiene ningún reparo en mandar a matar, públicamente, a los escurridizos y temibles delincuentes de la llamada oficina de Envigado, o de tratar de marica y de amenazar con darle en la cara a un fulano conocido con el alias de la Mechuda.

Y lo más grave aún, que la elección política-electoral de los ciudadanos esté atravesada y sustentada por la fuerza discursiva del enunciador-candidato al que se le exige que hable duro, que sea implacable, impulsivo y arrebatado. Quien no cumpla con estas características muy seguramente tendrá pocas opciones de ocupar la Casa de Nariño o la particular dirigencia de una institución.

Habitamos en el lenguaje, es nuestra casa, es nuestra morada, o como dijo Heidegger, el lenguaje es la casa del Ser. Quizás por ello debamos hoy los colombianos, más que nunca, dedicar tiempo a escrutar el lenguaje con el cual los candidatos a la presidencia y el del propio Presidente-candidato, nombran y han nombrado asuntos públicos de especial interés para todos nosotros.

La imagen carismática de Uribe Vélez y la sostenida popularidad de sus dos administraciones- gracias a un hincado y acomodado ejercicio periodístico de la gran prensa- han servido para señalar que el mandatario antioqueño es un gran comunicador. Diría que es todo lo contrario, pues discursivamente no reconoce a los Otros como actores dialógicos, sino como enemigos, en una evidente contradicción comunicativa expuesta en un discurso agresivo, intimidante y desdibujante.

Debemos pensar los colombianos que el mundo se presenta a través de asuntos complejos que, enunciados, es decir, expresados desde lenguas (usos individuales) y el lenguaje, le van dando al ser humano elementos para comprender en dónde está y de quiénes le rodean; y le van exigiendo el desarrollo de una actitud ética-comunicativa, que con el tiempo y la esperada acción formativa de la cultura-ambiente, le permita construir relaciones intersubjetivas respetuosas desde lo identitario. Y es justamente ahí en donde falla el Presidente.

Al final, es bueno reconocer que a la hora de votar, el lenguaje también juega. Es nuestra responsabilidad como ciudadanos darle el valor que tiene el lenguaje, especialmente cuando hay asuntos públicos en juego.

[1] Hoyos Vásquez, Guillermo. Las ciencias de la discusión en la teoría del actuar comunicativo. EN: Reflexiones sobre la investigación en ciencias sociales y estudios políticos, memorias seminario octubre 2002. Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, p. 118.

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