miércoles, 29 de julio de 2009

NEGOCIOS SON NEGOCIOS

Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo. Profesor Asociado Universidad Autónoma de Occidente, Cali- Colombia.


En la expresión que sirve de título a esta columna se concentran la lógica y la dinámica de una actividad humana en donde la solidaridad, la ética, la responsabilidad y el respeto, entre otros, son principios que poco cuentan a la hora de mirar resultados: la fabricación y venta de armas. Y esa es justamente la expresión más acertada para tratar de explicar la nueva crisis diplomática desatada entre los gobiernos de Colombia y Venezuela, pues detrás de la rabieta de Hugo Rafael Chávez Frías ante lo que el llamó una agresión de Colombia, por el asunto aquel del armamento venezolano, de origen sueco, encontrado en manos de las Farc, está el vil negocio de las armas.

Chávez y Uribe son, claramente, dos war lord que quieren jugar el juego de la guerra, provocando y ambientando escenarios de negociación, de compra de armas. Por el lado de Chávez, anuncia la adquisición de más armamento a Rusia para enfrentar la posible invasión de los Estados Unidos, orquestada y operada desde bases colombianas, con apoyo bélico norteamericano; y por el lado de Colombia, y de manera soterrada, Uribe busca servir a los Estados Unidos, elevándose como el único gobierno capaz de frenar al proto imperio que amenaza con expandir la pandemia del socialismo del siglo XXI por todo el territorio latinoamericano.

Por el lado colombiano, Uribe va camino de lograr que la hecatombe que justifique su permanencia en el poder, se dé fuera del territorio colombiano, buscando con ello ocultar los garrafales errores cometidos en materia económica, social y política, como consecuencia de un proyecto político personalizado y sostenido en sus intereses de clase, pero especialmente, en la intención manifiesta de perpetuarse en el poder para vengar la muerte de su padre.

Por el lado venezolano, Chávez busca distraer la atención y la presión internas, pues su proyecto socialista no arranca como él estaba esperando, especialmente en el objetivo de poner a funcionar un aparato estatal legítimo y eficiente, productivamente hablando, que le permita, por ejemplo, enfrentar eventuales problemas de abastecimiento si decide no comprarle más a Colombia los productos básicos que necesita importarle.

Los dos mandatarios juegan a la guerra fría, dado que tienen una visión premoderna y moderna de lo que debe ser el orden internacional y el manejo del manido concepto de soberanía, que cada uno de ellos exhibe y defiende a discreción, según las circunstancias. Las injerencias de gobiernos externos son valoradas desde orillas ideológicas distintas, pero con el mismo sentido de los negocios, que les permite a los dos gritar al unísono: Negocios son negocios, y poco importan la diplomacia, el bienestar de sus pueblos y la legitimidad de sus gobiernos, entre otros.

Bien vale entonces la pena reflexionar alrededor de lo que puede significar la nomenclatura soberanía, especialmente cuando su sentido hoy, está supeditado a los negocios, y alejado, consecuentemente, de la política y de lo político.

La soberanía del Estado- nación es, ante todo, una ilusión, un valor, un deseo, e incluso hoy, por los evidentes fenómenos y circunstancias que declaran su declive, una quimera. Así como la nomenclatura Estado es una abstracción de un tipo de orden, de unas lógicas y procedimientos asociados a la vida humana en sociedad, la soberanía, como condición natural de éste, alcanza igualmente niveles de abstracción que la acercan a un imaginario, a una idea, a una posibilidad, especialmente en un proceso de globalización económica que erosiona viejas nomenclaturas.

Estado y soberanía son, entonces, construcciones simbólicas que posibilitan y dan sentido a un ordenamiento jurídico-político, interno y externo, que asegura el advenimiento y sostenimiento de un ser humano y de una condición humana cambiante y azarosa en la que sobresalen aspiraciones, miedos, incertidumbres, su condición finita, la certeza de poder explicar el mundo humano a través del lenguaje y de dominarlo a partir del desarrollo técnico y científico, en el que sobresale la fabricación de armas.

Por ser el Estado y la soberanía el resultado de un proceso humano histórico[1], los juicios evaluativos acerca de su conveniencia o inconveniencia, e incluso los llamados a pensarlos como referentes únicos, paradigmáticos y orientadores de la vida en sociedad, advierten actitudes y posturas polarizantes, contradictorias y comprensibles en tanto surgen de estadios socio históricos complejos en los que sobresale una condición humana asociada al miedo, a la debilidad y en general, a lo irresoluto que pueda resultar explicar qué hacemos en el mundo y de dónde venimos.

Por ello, más allá de la discusión de si se pierde o no, o si se cede o no soberanía al permitir el paso de tropas extranjeras por un determinado territorio, o si la injerencia de gobiernos extranjeros o de instituciones transnacionales, como el FMI, el BM, o la OMC, entre otros, violan o no la soberanía, lo que debemos tener claro es que hoy, en este mundo, tal y como están las cosas, Negocios son Negocios, y lo demás no cuenta, incluso, la vida humana.

[1] Véase BADIE, Bertrand. Un mundo sin soberanía, estados entre artificio y responsabilidad. Tercer Mundo Editores, 2000.

martes, 28 de julio de 2009

AUTOCENSURA

Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo. Profesor Asociado Universidad Autónoma de Occidente

No se sabe qué es peor para el ejercicio periodístico: si la autocensura o la censura. Cuando aparece la primera, se pone en evidencia la decisión editorial y política tanto del reportero, como del editor, o el director general del medio, de callar, dependiendo del hecho noticiable que llama la atención. En esta materia, la gran prensa nacional (escrita) se ha autocensurado en temas delicados que tienen que ver, por ejemplo, con la aprobación y puesta en marcha del Plan Colombia, en una actitud irresponsable política y periodísticamente, por parte de medios como EL TIEMPO, EL ESPECTADOR, EL COLOMBIANO, EL PAIS y las revistas SEMANA y CAMBIO[1], que jamás explicaron, entre otros asuntos, que hubo cuatro versiones distintas del Plan Colombia y lo más importante, no dieron una discusión seria y fuerte alrededor de lo que significó la aplicación de dicho Plan en términos de la doctrina de seguridad aplicada a un conflicto tan complejo como el que se vive en Colombia. De igual manera, hubo autocensura, y la hay todavía, en relación con la aplicación de la política de defensa y seguridad democrática, especialmente, porque varios de esos medios y de programas de opinión televisivos (Lechuza y La Noche), adoptaron el reducido concepto de seguridad sobre el cual se sostiene dicha política pública,[2] presentando como un avance democrático, lo que sólo es una política de confrontación militar que no permite avanzar en asuntos como seguridad alimentaria, seguridad social y laboral, entre otros.

Pero la autocensura no se da exclusivamente por la acción política- editorial del medio o de quienes se encargan de filtrar y acomodar la información recogida por los reporteros, esto es, editores y directores. Es también, el resultado de la ignorancia, la falta de criterio o la ceguera estructural de los reporteros que no reconocen la dimensión del hecho noticiable que pretenden abordar. Este tipo de autocensura es el peor de los condicionantes con los cuales se ejerce el periodismo en Colombia, puesto que involucra la calidad de la formación de los reporteros, el buen juicio de un ciudadano que funge como periodista y que está obligado constitucionalmente, él y el medio, a informar de manera veraz e imparcial.

También se reconocen actitudes propias de la autocensura cuando el periodista se acerca demasiado a la fuente, generando una relación de amistad y de mutua simpatía, que termina por afectar la capacidad del reportero de decidir, de manera autónoma y ajustada a los hechos, qué informa, o qué detalles deja por fuera, para no afectar la buena relación con la fuente. Y esta es una práctica creciente en los reporteros colombianos. Baste con verlos en las ruedas de prensa, en donde se preocupan más por ganarse la fuente con preguntas que no comprometen al funcionario, que por contextualizar el hecho que se elevará al estatus de noticia. Y en muchos casos, la relación extremadamente respetuosa con la fuente, termina en una recomendación para ocupar el cargo de jefe de prensa en una de las carteras ministeriales.

Esa perversa relación viene precedida, en muchos casos, de una velada amenaza por parte de las fuentes hacia los periodistas, en el sentido de no volver a tener en cuenta al reportero para recibir información de primera mano (primicias). Normalmente, el veto lo anuncia y lo ejecuta la Oficina de Prensa de la Casa de Nariño o la oficina de información del ministerio comprometido.

En cuanto a la censura, es claro que en Colombia, desde la perspectiva constitucional, no hay censura. Pero una cosa es lo que dice la Constitución y otra, el ejercicio del poder de intimidación de un gobernante que abiertamente ha demostrado que le molesta la acción vigilante y escrutadora de la prensa.

Lo cierto es que no se puede decir con total certeza que en las dos administraciones de Uribe se hayan presentado acciones concretas de censurar a un medio en particular, a través de una política o de una directriz conocida públicamente, pero sí es evidente que aquellos periodistas (columnistas) que han criticado directamente al Gobierno y al propio Uribe por su intención manifiesta de perpetuarse en el poder, han sido víctimas de la censura del medio, que asume como propia la molestia presidencial y decide quitarle el espacio de opinión al ‘incómodo’ columnista.

Baste con recordar el caso de Javier Darío Restrepo para reconocer que efectivamente la censura puede ser asumida por los medios en tanto lo expresado por sus columnistas puede en algún momento, molestar al inquilino de la Casa de Nariño, asunto que pondría en calzas prietas al medio que a toda costa decide conservar una buena relación con el gobierno. Tal parece que así sucedió con EL COLOMBIANO, que prefirió mantener una buena relación con el Mandatario, que el espacio de opinión al periodista.

Lo más preocupante es que no existe dentro de la sociedad civil un organismo académico que exponga los riesgos democráticos que connota la autocensura como práctica periodística. Las Facultades de periodismo están al margen de la discusión alrededor del complejo contexto en el cual sus propios egresados y en general los medios, están informando hoy en Colombia. Y es que el asunto no es menor. No es posible pensar en la consolidación de la democracia si la autocensura, por incapacidad o ignorancia de los periodistas, o por el efectivo control ideológico de editores y directores, se exhibe y se presenta hoy como el mayor obstáculo para que las audiencias reciban información amplia, veraz, contextualizada y no la información a medias y contaminada que están recibiendo.

La situación se torna más compleja aún cuando en regímenes presidencialistas como los de Venezuela, Ecuador y Colombia, los mandatarios manejan dosis fuertes de animadversión contra el ejercicio periodístico, que en los casos de los dos primeros, se expresa en acciones de persecución a las empresas mediáticas que no siguen a pie juntillas el proyecto político que encarnan Chávez y Correa. Si bien Uribe no tiene una relación tan tensa con los medios, como la que sí mantienen sus vecinos, un tercer mandato puede llevar a que la censura oficial aparezca, y a que la autocensura termine asumiéndose como una práctica normal, que se expresaría de la siguiente manera: si para sobrevivir como empresa y para sobrevivir como periodista hay que ocultar información y por lo tanto desinformar, bienvenida la autocensura. El riesgo es latente.

[1] Véase AYALA OSORIO, Germán y AGUILERA GONZÁLEZ, Pedro Pablo. Plan Colombia y medios de comunicación, un año de autocensura. Cali, CUAO, 2001. 717 páginas.

[2] Véase AYALA OSORIO, Germán, DUQUE SANDOVAL, Oscar y HURTADO VERA, Guido. De la democracia radical al unanimismo ideológico, medios y seguridad democrática. Cali: UAO, 2006. 318 p.

viernes, 24 de julio de 2009

EL DISCURSO TAMBIÉN JUEGA A LA HORA DE VOTAR

Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo


El asunto de la ética y de lo ético involucra, sin duda, las vicisitudes y el propio devenir del hombre en el mundo de la vida; de ahí que la ética y lo ético conlleven, inexorablemente, a un asunto comunicativo en el que sobresale el poder de la lengua y del lenguaje en su tarea de significar, de nombrar, de reconocer, pero también de invisibilizar, minimizar y de des-conocer la existencia del ‘Otro’; he allí entonces un asunto definitivo para las humanidades contemporáneas y para la acción ciudadana: la eticidad discursiva.

Consciente del poder que tienen el lenguaje y la lengua, la acción discursiva en el mundo contemporáneo expone un asunto ético en tanto involucra el mundo de la vida de quienes se comunican, deciden sostener o se deben enfrentar a una relación, necesariamente horizontal, de intercambio de sentidos a través de diferentes formas textuales.

Sin duda, hay un mundo de la vida que necesariamente define y caracteriza al hombre como un ser histórico, político, ético y discursivamente reconocible y criticable de acuerdo con las improntas ganadas en tiempo y espacio, y en momentos históricos definidos por circunstancias propias del devenir humano en sociedad, pero especialmente, por las huellas dejadas por la acción lingüística en los encuentros intersubjetivos. En cada encuentro comunicativo la ética y lo ético entran en conflicto, en un juego intersubjetivo en el que nos desnudamos con la palabra, frente al mundo y frente al Otro.

En esa línea, Guillermo Hoyos Vásquez sostiene que “en un primer momento, la comunicación implica el reconocimiento del otro como diferente, es decir, como interlocutor válido. Sólo quien reconoce esto sigue interesado en la comunicación con los demás, dado que considera que puede aprender de ellos. Este es el punto de partida de toda ética: el reconocimiento del ‘otro como diferente’…” [1]

A lo anterior se suman las formas como el Estado colombiano, sus instituciones y sus dirigentes se comunican con sus asociados, con los ciudadanos, con la llamada opinión pública. Por supuesto que es fundamental en el proceso comunicativo Estado- ciudadanos, advertir como un obstáculo, la sempiterna debilidad del Estado colombiano para garantizar la vida y honra de sus asociados, en la imperiosa necesidad de lograr que éste se convierta en un referente moral de la sociedad, que dé inicio a la consolidación de un proyecto cultural amplio, incluyente y tolerante, de acuerdo con las diferencias regionales que nos hacen un país de prácticas culturales disímiles.
Buena parte de la legitimidad alcanzada por actitudes y prácticas como la corrupción, el clientelismo y la violencia, se ha logrado por el mal ejemplo dado por las instituciones estatales y el discurso vehemente y brusco del propio presidente Álvaro Uribe Vélez. Un discurso que ética y comunicativamente resulta inconveniente para un país como el nuestro con una tradición violenta, discriminante e intimidatoria, desde los usos del lenguaje. Baste con recordar cómo nombramos a los ciudadanos miembros de las llamadas minorías (negros e indígenas), para darnos cuenta de que se trata de usos del lenguaje en donde sobresalen intenciones discriminantes.

En el discurso violento de los colombianos se concentran odios, miedos, una profunda intolerancia y toda clase de sentimientos humanos, que desde un sentido muy primario, ha ido edificando un imaginario colectivo de lo que debe ser un Presidente, un jefe, un director, de cómo deben actuar y de cómo deben expresarse y de cómo, desde la fuerza ilocutoria, deben proponer soluciones a los problemas del país, o maneras de administrar los intereses de la nación, o los propios de una organización.

Por supuesto que el aporte de los discursos intimidatorios de narcotraficantes, guerrilleros y paramilitares y varios dirigentes políticos y gremiales, ha sido importante y definitivo para que hoy los colombianos (uribistas, especialmente) se sientan cómodos con el discurso iracundo de un Presidente que no tiene ningún reparo en mandar a matar, públicamente, a los escurridizos y temibles delincuentes de la llamada oficina de Envigado, o de tratar de marica y de amenazar con darle en la cara a un fulano conocido con el alias de la Mechuda.

Y lo más grave aún, que la elección política-electoral de los ciudadanos esté atravesada y sustentada por la fuerza discursiva del enunciador-candidato al que se le exige que hable duro, que sea implacable, impulsivo y arrebatado. Quien no cumpla con estas características muy seguramente tendrá pocas opciones de ocupar la Casa de Nariño o la particular dirigencia de una institución.

Habitamos en el lenguaje, es nuestra casa, es nuestra morada, o como dijo Heidegger, el lenguaje es la casa del Ser. Quizás por ello debamos hoy los colombianos, más que nunca, dedicar tiempo a escrutar el lenguaje con el cual los candidatos a la presidencia y el del propio Presidente-candidato, nombran y han nombrado asuntos públicos de especial interés para todos nosotros.

La imagen carismática de Uribe Vélez y la sostenida popularidad de sus dos administraciones- gracias a un hincado y acomodado ejercicio periodístico de la gran prensa- han servido para señalar que el mandatario antioqueño es un gran comunicador. Diría que es todo lo contrario, pues discursivamente no reconoce a los Otros como actores dialógicos, sino como enemigos, en una evidente contradicción comunicativa expuesta en un discurso agresivo, intimidante y desdibujante.

Debemos pensar los colombianos que el mundo se presenta a través de asuntos complejos que, enunciados, es decir, expresados desde lenguas (usos individuales) y el lenguaje, le van dando al ser humano elementos para comprender en dónde está y de quiénes le rodean; y le van exigiendo el desarrollo de una actitud ética-comunicativa, que con el tiempo y la esperada acción formativa de la cultura-ambiente, le permita construir relaciones intersubjetivas respetuosas desde lo identitario. Y es justamente ahí en donde falla el Presidente.

Al final, es bueno reconocer que a la hora de votar, el lenguaje también juega. Es nuestra responsabilidad como ciudadanos darle el valor que tiene el lenguaje, especialmente cuando hay asuntos públicos en juego.

[1] Hoyos Vásquez, Guillermo. Las ciencias de la discusión en la teoría del actuar comunicativo. EN: Reflexiones sobre la investigación en ciencias sociales y estudios políticos, memorias seminario octubre 2002. Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, p. 118.

miércoles, 15 de julio de 2009

Impuesto de guerra: no hay plata para la 'seguridad democrática'

Por: Johana Cassaleth

A lo largo del mes de junio, Álvaro Uribe ha manifestado que se debe alargar el tiempo de cobro del impuesto de guerra, que fue implantado en 2006 para que rigiera desde 2007 hasta finales de 2010. Su propósito era financiar la guerra contra el narcotráfico, la guerrilla y los paramilitares, invertir en armamento y aumentar el pie de fuerza. Dicha contribución sería cobrada a personas o empresas con un patrimonio mayor a $3.000 millones, que darían al gobierno el 1.2%. Sin embargo, el dinero recaudado no le alcanzó al gobierno para financiar el desmesurado gasto militar y hoy el mandatario propone que se alargue el tiempo de cobro de este tributo y extenderlo a la clase media, cobrando entre el 0,5% y el 0,7%. En la clase media, este tributo se convertiría en permanente, mientras que para los ricos sería transitorio.

La explicación que da el presidente es que no se alcanzarán a recaudar los recursos suficientes para sostener ni para aumentar el pie de fuerza que requiere mantener la política de 'seguridad democrática'. Además, recuerda que EEUU redujo el dinero que está previsto en el Plan Colombia, puesto que no se han visto reducciones sensibles en los cultivos de coca y en la exportación de cocaína, que aumentaron en el 25% y el 15%, respectivamente, luego de nueve años de aplicación de dicho plan.

Por otro lado, el contralor general, Julio César Turbay, señaló el riesgo de no cumplir dicha meta, ya que no están asegurados los recursos para la Fuerza Pública de este año. En el periodo 2007-2008 los dineros recaudados ascendieron a $4,53 billones, siendo superiores éstos a los gastos en defensa, lo cual no sucede este año, pues sólo se recogerán $2,06 billones y el gasto será igual al del año pasado, dejando un desfase de $840.000 millones. La preocupación del contralor obedece a que no será nada fácil recaudar el monto necesario, puesto que la desaceleración de la economía, la devaluación del dólar y las dificultades que enfrentan las empresas declarantes del impuesto patrimonial son factores que lo desequilibran. Sin embargo, también insistió en que el gobierno debería revisar de nuevo la sostenibilidad de la 'seguridad democrática' y en que quienes deberían seguir pagando son las clases altas.

Pero no sólo la Contraloría se pronunció sobre la iniciativa presidencial. Fedesarollo presentó un informe en donde expone que, de continuar con el impuesto al patrimonio, éste no debería dedicarse a pagar el gasto militar sino para poder solventar el mal rendimiento en el recaudo tributario general. Desde 1990 hasta 2008 se ha aumentado el gasto en defensa con elevadas tasas: para este año, el presupuesto para la Fuerza Pública ocupa el 15% de las cuentas de la nación.
Fuente: EL Turbion

sábado, 11 de julio de 2009

Una prueba irrefutable

El gigantesco y sofisticado aparato que responde al concepto de “inteligencia ofensiva”: un sistema que persigue “neutralizar” las organizaciones civiles.
103 carpetas y miles de folios conforman el archivo incautado al Grupo Especial de Inteligencia 3, G-3. O al menos parte de ese archivo. Antes de que la Fiscalía registrara las instalaciones del DAS la mayor parte de la información fue sustraída. Esas carpetas contienen cientos de documentos, grabaciones, fotografías, piezas informáticas, órdenes, informes y memorias de la labor de espionaje que los investigadores del G-3 realizaron entre 2004 y 2005 contra personas vinculadas a organizaciones de Derechos Humanos, magistrados y líderes políticos. Entre las decenas de casos sobresalen los de los abogados Alirio Uribe y Gustavo Gallón, así como el del periodista Holman Morris. Entre otros hechos, esos documentos dan cuenta de que el G-3 había elaborado las hojas de vida de estas personas buscando determinar sus “debilidades y fortalezas”, mantenía seguimiento las 24 horas del día sobre sus actividades, interceptaba todos sus medios de comunicación, recaudaba información sobre ellos y sus contactos en bases de datos privadas y públicas, arrendaba locales vecinos a sus casas, rondaba sus viviendas y sedes de trabajo, disponía de llaves de algunas de ellas, vigilaba a su núcleo familiar —con especial énfasis en sus hijos— y escudriñaba su situación financiera. Este régimen de meticuloso control se hacía a través de múltiples acciones ilegales. Todos estos procedimientos se realizaban sin órdenes judiciales. Algunos de los equipos y recursos empleados por los servicios secretos provenían de fondos reservados, es decir, de la cooperación internacional. En ocasiones el espionaje precedió a amenazas contra los defensores de Derechos Humanos y sus familiares (caso Soraya Gutiérrez), e incluso a atentados contra ellos (caso Jesús Emilio Tuberquia). Se utilizaba sus esquemas de protección oficiales (!) para mantener un seguimiento continuo sobre sus movimientos. Se investigaba y seguía a miembros de organizaciones internacionales, incluyendo a personas que cuentan con inmunidad diplomática. Cuando viajaban a otros países, algunos de los espiados eran también observados y sus conversaciones grabadas (!). Y todo esto se ocultaba a través de diversos mecanismos de encubrimiento, y era regularmente informado a colaboradores cercanos del presidente Álvaro Uribe, como José Obdulio Gaviria y José Miguel Narváez. El G-3 no es más que una pieza del gigantesco y sofisticado aparato que responde al concepto de “inteligencia ofensiva”. O en otros términos, de un sistema que persigue “neutralizar” el accionar de organizaciones civiles. En estos casos se muestra que la finalidad principal de la actuación de los servicios secretos del Estado no es la lucha contra el terrorismo, sino la persecución de actividades profesionales y sociales legítimas. ¿Cuántos de los miles de líderes sociales y políticos que han sido asesinados por la criminalidad estatal habrán sido objeto de estas modalidades de inteligencia? ¿Cuántas carpetas similares habrá en los archivos de las unidades de inteligencia del Ejército Nacional y de la Policía? El archivo del G-3 es el más grande compendio documental detectado hasta hoy en el que se detallan los métodos que ha utilizado la criminalidad estatal en Colombia para aniquilar en forma sistemática a quienes trabajan por los Derechos Humanos, la libertad de opinión y la actuación en defensa de la democracia. La existencia y el contenido de este archivo son una prueba irrefutable.
por Iván Cepeda Castro
ivan-cepeda.blogspot.com
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