Por
Germán Ayala Osorio (Colombia)
La parapolítica y el recién inaugurado proceso de la farcpolítica representan la deslegitimación y cooptación del Estado colombiano, por parte de grupos políticos, gremios económicos, medios de comunicación y personas naturales, que ante la debilidad de las instituciones estatales y el silencio de la sociedad civil, buscaron y lograron poder político y económico, apoyados en grupos armados al margen de la ley. Así, siguieron el camino histórico trazado por familias tradicionales que aseguraron de manera temprana las condiciones de desigualdad y exclusión que hoy Colombia exhibe, sin pudor, ante el mundo.
Ante la imposibilidad de pensar en un proyecto de nación amplio e incluyente, sectores privilegiados y emergentes buscaron cooptar el Estado y lograron poner a su servicio no sólo el erario público, sino la institucionalidad y la ley, dándole el carácter mafioso que el ciudadano del común percibe del Estado colombiano.
Estas pretensiones se originan tanto en grupos de derecha como de izquierda, apoyados claro está, en el poder intimidatorio de las organizaciones al margen de la ley, AUC, Farc y Eln, cuyos millonarios presupuestos los obtienen del narcotráfico.
Digamos que en las descritas circunstancias se deben ubicar, para su comprensión, los fenómenos de la parapolítica y la farcpolítica. Pero bien vale la pena mirar límites diferenciadores entre la acción política de aquellos que optaron por el apoyo de los paramilitares y las guerrillas para enriquecerse a costa del empobrecimiento de grandes mayorías, desamparadas por el Estado, y entre quienes, por distintas razones, se han acercado a las guerrillas de las Farc por razones humanitarias, con la intención de lograr el regreso a casa de secuestrados (civiles) y de los llamados prisioneros de guerra, en manos del señalado grupo armado ilegal.
No pueden caer en ligerezas la Corte Suprema de Justicia y la Fiscalía investigando a quienes de tiempo atrás mantienen una relación y un intercambio de ideas con las Farc, en el marco de negociaciones autorizadas por el mismo gobierno de Uribe, bien para lograr el regreso de los secuestrados por la acción unilateral de sus captores, o para discutir un eventual canje humanitario y por qué no, el inicio de un proceso de paz.
Hay que distinguir muy bien qué significa apoyar o coadyuvar a las Farc para que adelanten atentados o puedan desarrollar sus actividades ilegales. Buscar contactos con las Farc por razones humanitarias no puede entenderse como una colaboración para delinquir. Puede estarse cocinando en la Fiscalía, con la presión del Gobierno de Uribe, un proceso de persecución política contra aquellos que acompañaron a Pastrana en la aventura del Caguán, antes y durante el proceso de negociación adelantado en la zona de distensión.
No sería extraño que el señalamiento contra el ex ministro Leyva tenga ese trasfondo. Su cercanía a las Farc y la confianza que dicho grupo armado ilegal parece tenerle al político conservador, no significan que haya participado en la preparación de atentados o en la preparación de documentos e iniciativas para refundar la patria. Hablar de asambleas constituyentes no es lo mismo que pensar en mecanismos de cooptación paramilitar para refundar la patria tal y como sucedió con quienes hoy están investigados y procesados en el marco de la parapolítica.
Que alcaldes y gobernadores o funcionarios públicos de mediano rango hayan permitido la penetración de las Farc en el manejo de contratos, tipifica sin duda un delito y la justicia debe actuar en consecuencia. Pero de ahí a buscar poner tras las rejas a quienes han establecido contactos con la insurgencia con el propósito de aliviar el dolor de centenares de familiares que esperan por sus seres queridos secuestrados, hay una diferencia abismal que el Gobierno y la Fiscalía no se pueden dar el lujo de desconocer.
Distinto ha sido el proceso de la parapolítica, en el que con claridad, se evidenció la cooptación de instituciones como el DAS, el Congreso, Gobernaciones y Alcaldías, entre otras, por parte de las AUC.
Recordemos que los miembros de los partidos políticos tradicionales y de las micro empresas electorales que acompañaron en 2002 al candidato Uribe Vélez en la aventura hacia la Casa de Nariño, pretendieron no sólo refundar el Estado, sino refundir los avances significativos logrados con la constitución del 91, especialmente en lo que toca a la protección de derechos ciudadanos.
‘Tirofijo’: una vida desperdiciada en la guerra
Con la parafernalia mediática de RCN y Caracol, el Gobierno de Uribe Vélez exhibió como un triunfo la muerte del legendario Manuel Marulanda Vélez, a quien al parecer, un paro cardíaco, y no las balas oficiales, acabó con su improductiva existencia. Dedicar más de cuarenta años a la guerra fratricida que libró en Colombia, a nombre de la pobreza, la desigualdad y la exclusión, sin haber alcanzado el poder político que le permitiera reversar dichas condiciones, tiene un solo nombre: fracaso.
Pero al fracaso de ‘Tirofijo’ le acompaña un largo listado de fracasos y fracasados. Miremos: no sólo fracasaron cada uno de los comandantes de los frentes guerrilleros, los mandos medios y bajos, y claro la propia cúpula de las Farc, sino cada uno de los generales de la República de Colombia que lo combatieron por años y que en no pocas ocasiones celebraron su muerte; es decir, fracasó el Ejército colombiano. Han sido más de cuarenta años de lucha armada que demuestra la incompetencia de dos fuerzas en combate.
De igual manera, fracasaron los Presidentes que buscaron la paz con él, y aquellos que hasta hoy, gastaron - y seguirían gastando- millones de dólares en operativos militares para dar con el paradero del asesino de marras y con sus secuaces. Fracasó, también, el Estado colombiano, incapaz de solucionar los problemas de exclusión, pobreza, concentración de la riqueza e inequidad, que supuestamente alimentaron la lucha de ‘Manuel Marulanda Vélez’ y la de sus hombres. Fracasó, igualmente, la sociedad civil colombiana, y los propios partidos políticos, incapaces de recoger las demandas de los alzados en armas, con el objetivo de sopesarlas y viabilizar su solución.
Una vida dedicada a la guerra no es más que la demostración de incapacidad para aceptar la diferencia, para dialogar y para buscar el bien común. Y de ello dan testimonio todos aquellos que acompañaron a Pedro Antonio Marín y por supuesto, quienes le combatieron hasta hoy, y aquellos que seguirán haciéndolo.
Más que celebrar la muerte del criminal, al Estado colombiano le queda el compromiso de cambiar las circunstancias iniciales que hicieron posible el surgimiento de ‘Tirofijo’ y de quienes hoy permanecen en las Farc.
Una sociedad que celebra y aplaude los horrores de la guerra, niega la oportunidad al diálogo y a la discusión civilizada de las ideas. El camino de las armas siempre será una opción errada, de ahí la necesidad que tenemos en Colombia de hacer viable la política por encima de quienes disfrutan de la guerra.
‘Tirofijo’, Carlos Castaño, Salvatore Mancuso y Álvaro Uribe convirtieron la venganza y lo inhumano en valores culturales de especial significado en Colombia. Con la muerte de los guerreros no se alcanza la paz, sólo hay tiempo para el goce de sus enemigos.
Ante la imposibilidad de pensar en un proyecto de nación amplio e incluyente, sectores privilegiados y emergentes buscaron cooptar el Estado y lograron poner a su servicio no sólo el erario público, sino la institucionalidad y la ley, dándole el carácter mafioso que el ciudadano del común percibe del Estado colombiano.
Estas pretensiones se originan tanto en grupos de derecha como de izquierda, apoyados claro está, en el poder intimidatorio de las organizaciones al margen de la ley, AUC, Farc y Eln, cuyos millonarios presupuestos los obtienen del narcotráfico.
Digamos que en las descritas circunstancias se deben ubicar, para su comprensión, los fenómenos de la parapolítica y la farcpolítica. Pero bien vale la pena mirar límites diferenciadores entre la acción política de aquellos que optaron por el apoyo de los paramilitares y las guerrillas para enriquecerse a costa del empobrecimiento de grandes mayorías, desamparadas por el Estado, y entre quienes, por distintas razones, se han acercado a las guerrillas de las Farc por razones humanitarias, con la intención de lograr el regreso a casa de secuestrados (civiles) y de los llamados prisioneros de guerra, en manos del señalado grupo armado ilegal.
No pueden caer en ligerezas la Corte Suprema de Justicia y la Fiscalía investigando a quienes de tiempo atrás mantienen una relación y un intercambio de ideas con las Farc, en el marco de negociaciones autorizadas por el mismo gobierno de Uribe, bien para lograr el regreso de los secuestrados por la acción unilateral de sus captores, o para discutir un eventual canje humanitario y por qué no, el inicio de un proceso de paz.
Hay que distinguir muy bien qué significa apoyar o coadyuvar a las Farc para que adelanten atentados o puedan desarrollar sus actividades ilegales. Buscar contactos con las Farc por razones humanitarias no puede entenderse como una colaboración para delinquir. Puede estarse cocinando en la Fiscalía, con la presión del Gobierno de Uribe, un proceso de persecución política contra aquellos que acompañaron a Pastrana en la aventura del Caguán, antes y durante el proceso de negociación adelantado en la zona de distensión.
No sería extraño que el señalamiento contra el ex ministro Leyva tenga ese trasfondo. Su cercanía a las Farc y la confianza que dicho grupo armado ilegal parece tenerle al político conservador, no significan que haya participado en la preparación de atentados o en la preparación de documentos e iniciativas para refundar la patria. Hablar de asambleas constituyentes no es lo mismo que pensar en mecanismos de cooptación paramilitar para refundar la patria tal y como sucedió con quienes hoy están investigados y procesados en el marco de la parapolítica.
Que alcaldes y gobernadores o funcionarios públicos de mediano rango hayan permitido la penetración de las Farc en el manejo de contratos, tipifica sin duda un delito y la justicia debe actuar en consecuencia. Pero de ahí a buscar poner tras las rejas a quienes han establecido contactos con la insurgencia con el propósito de aliviar el dolor de centenares de familiares que esperan por sus seres queridos secuestrados, hay una diferencia abismal que el Gobierno y la Fiscalía no se pueden dar el lujo de desconocer.
Distinto ha sido el proceso de la parapolítica, en el que con claridad, se evidenció la cooptación de instituciones como el DAS, el Congreso, Gobernaciones y Alcaldías, entre otras, por parte de las AUC.
Recordemos que los miembros de los partidos políticos tradicionales y de las micro empresas electorales que acompañaron en 2002 al candidato Uribe Vélez en la aventura hacia la Casa de Nariño, pretendieron no sólo refundar el Estado, sino refundir los avances significativos logrados con la constitución del 91, especialmente en lo que toca a la protección de derechos ciudadanos.
‘Tirofijo’: una vida desperdiciada en la guerra
Con la parafernalia mediática de RCN y Caracol, el Gobierno de Uribe Vélez exhibió como un triunfo la muerte del legendario Manuel Marulanda Vélez, a quien al parecer, un paro cardíaco, y no las balas oficiales, acabó con su improductiva existencia. Dedicar más de cuarenta años a la guerra fratricida que libró en Colombia, a nombre de la pobreza, la desigualdad y la exclusión, sin haber alcanzado el poder político que le permitiera reversar dichas condiciones, tiene un solo nombre: fracaso.
Pero al fracaso de ‘Tirofijo’ le acompaña un largo listado de fracasos y fracasados. Miremos: no sólo fracasaron cada uno de los comandantes de los frentes guerrilleros, los mandos medios y bajos, y claro la propia cúpula de las Farc, sino cada uno de los generales de la República de Colombia que lo combatieron por años y que en no pocas ocasiones celebraron su muerte; es decir, fracasó el Ejército colombiano. Han sido más de cuarenta años de lucha armada que demuestra la incompetencia de dos fuerzas en combate.
De igual manera, fracasaron los Presidentes que buscaron la paz con él, y aquellos que hasta hoy, gastaron - y seguirían gastando- millones de dólares en operativos militares para dar con el paradero del asesino de marras y con sus secuaces. Fracasó, también, el Estado colombiano, incapaz de solucionar los problemas de exclusión, pobreza, concentración de la riqueza e inequidad, que supuestamente alimentaron la lucha de ‘Manuel Marulanda Vélez’ y la de sus hombres. Fracasó, igualmente, la sociedad civil colombiana, y los propios partidos políticos, incapaces de recoger las demandas de los alzados en armas, con el objetivo de sopesarlas y viabilizar su solución.
Una vida dedicada a la guerra no es más que la demostración de incapacidad para aceptar la diferencia, para dialogar y para buscar el bien común. Y de ello dan testimonio todos aquellos que acompañaron a Pedro Antonio Marín y por supuesto, quienes le combatieron hasta hoy, y aquellos que seguirán haciéndolo.
Más que celebrar la muerte del criminal, al Estado colombiano le queda el compromiso de cambiar las circunstancias iniciales que hicieron posible el surgimiento de ‘Tirofijo’ y de quienes hoy permanecen en las Farc.
Una sociedad que celebra y aplaude los horrores de la guerra, niega la oportunidad al diálogo y a la discusión civilizada de las ideas. El camino de las armas siempre será una opción errada, de ahí la necesidad que tenemos en Colombia de hacer viable la política por encima de quienes disfrutan de la guerra.
‘Tirofijo’, Carlos Castaño, Salvatore Mancuso y Álvaro Uribe convirtieron la venganza y lo inhumano en valores culturales de especial significado en Colombia. Con la muerte de los guerreros no se alcanza la paz, sólo hay tiempo para el goce de sus enemigos.
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