Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo
La debilidad del Estado se debe por el actuar de interesados sectores que directamente se vinculan con fuerzas del control político y económico global y local y por factores que sucesivos gobiernos lograron naturalizar de tal forma, que la incompetencia estatal se convirtió en un elemento de transacción política bipartidista, con el claro propósito de mantener el statu quo.
Dentro de dichos factores se encuentran la incapacidad de controlar las fronteras internas, el no poseer el monopolio de las armas y la ineficiente función pública, en especial en territorios alejados de Bogotá y de otras capitales.
La labilidad del Estado se puede evidenciar en la fragilidad institucional para resolver no sólo problemas que se enmarcan en la sociedad, sino también en su debilidad para confrontar los intereses que provienen de fuerzas que le superan en poder y en capacidad de decisión. Claro que de fondo hay un asunto de dignidad que compromete el carácter y la capacidad de negociar y de imponer una idea de nación de nuestra clase dirigente. Aceptar las recetas del FMI o la injerencia del Banco Mundial es una muestra de ese lábil carácter de gobiernos, clase dirigente y política. Los impactos son claros: diseño institucional acorde a las imposiciones de dichos organismos internacionales.
Las débiles estructuras estatales sirven para reproducir instituciones como el clientelismo, que resulta de viejas transacciones políticas entre representantes de los partidos tradicionales, políticos, comunidades y por supuesto, con empresarios y demás actores de la sociedad civil. Esta misma, al legitimar la precariedad del Estado, adquiere ese carácter en tanto no es capaz de proveer óptimas condiciones para un mercado interno con claro beneficio colectivo, así como para construir puentes comunicativos con el Estado.
El diseño y el funcionamiento institucional estatal está sujeto a la racionalidad clientelar y a una suerte de cultura organizacional promovida por funcionarios públicos y políticos que buscan llegar al Estado no para servir o ayudar a que éste se legitime, sino para aprovechar beneficios o simplemente, para mostrar la efectividad de las redes clientelares aupadas desde el Congreso, los partidos y movimientos políticos, instituciones que al reproducir la ineficiencia y la ineficacia estatal, aseguran su permanencia más por la fuerza del diseño constitucional y la tradición republicana, que por su reales aportes a la democracia y al cumplimiento de lo estipulado en la Carta Política.
El Estado colombiano, contrario a lo que se pretendió mostrar a lo largo de las dos administraciones de Uribe Vélez, no ha dejado de ser débil, violento, precario, ineficiente, incapaz y premoderno, porque es el resultado de un proceso histórico en el que sectores, o reducidas élites, lo concibieron para mantener condiciones de estabilidad del proyecto de país que ellas mismas concibieron y que defienden a dentelladas.
De este modo, y sin contar con un proceso revolucionario capaz de generar una idea distinta y dignificante de país, de nación, a partir, por ejemplo, del respeto a una diversidad cultural reconocida tardíamente, el Estado colombiano se elevó como un orden social, político, económico y cultural con un claro carácter privado que desde siempre anuló el sentido de lo público que deviene con la acción estatal.
Ha sido un proceso de edificación estatal que recoge las posturas y visiones de la élite bogotana y las regionales que históricamente se han avergonzado de compartir territorio con indígenas, negros y mestizos y que han tranzado con fuerzas ilegales (narcotráfico y paramilitares) para mantener el Establecimiento. Esa circunstancia de doble Estado no sólo es aceptada y promovida por los poderes y por la élite bogotana, sino por extensos grupos de ciudadanos que creen que el Estado se hace fuerte, actuando de la mano de poderes de facto, de fuerzas ilegales, de criminales.
De allí que insista en que el funcionamiento y la existencia misma del Estado se sostiene más en el diseño constitucional y en la tradición moderna, que en una idea de país y de nación compartida no sólo por el grueso de la población colombiana, por los actores de la sociedad civil, sino por tres poderes públicos que actúan cada uno cuidando su autonomía, pero manteniendo, por acción u omisión, la incompetencia de un Estado que arrastra no sólo problemas estructurales, de diseño e implementación institucional, sino culturales que se expresan en los discursos y en las actuaciones de quienes por largo tiempo han ocupado diversas instancias de poder y por quienes por largo tiempo han sido sus víctimas.
Lo cierto es que sucesivos gobiernos, conscientes de la precariedad estatal, han creído que esa negativa circunstancia se supera con el fortalecimiento de las fuerzas armadas y el decisivo enfrentamiento de las guerrillas, así como con la creación de institutos, departamentos e instituciones que operativa, técnica, legal y políticamente nacen con problemas por cuanto resultan no sólo de la improvisación o de la fusión de otras, sino porque son producto de tradicionales formas de transacción política (electoral), que replican prácticas organizacionales alejadas de un sentido de lo público suficiente para generar un imaginario positivo del Estado.
Subsisten, entonces, elementos identitarios que históricamente muestran, de un lado, la inconformidad por la existencia de un Estado débil, pero por el otro, la aceptación de esa condición como opción de poder para quienes desde la tradición vienen imponiendo una idea de Estado, de país y de nación, acorde a sus interesadas concepciones y actuaciones.
La debilidad del Estado se debe por el actuar de interesados sectores que directamente se vinculan con fuerzas del control político y económico global y local y por factores que sucesivos gobiernos lograron naturalizar de tal forma, que la incompetencia estatal se convirtió en un elemento de transacción política bipartidista, con el claro propósito de mantener el statu quo.
Dentro de dichos factores se encuentran la incapacidad de controlar las fronteras internas, el no poseer el monopolio de las armas y la ineficiente función pública, en especial en territorios alejados de Bogotá y de otras capitales.
La labilidad del Estado se puede evidenciar en la fragilidad institucional para resolver no sólo problemas que se enmarcan en la sociedad, sino también en su debilidad para confrontar los intereses que provienen de fuerzas que le superan en poder y en capacidad de decisión. Claro que de fondo hay un asunto de dignidad que compromete el carácter y la capacidad de negociar y de imponer una idea de nación de nuestra clase dirigente. Aceptar las recetas del FMI o la injerencia del Banco Mundial es una muestra de ese lábil carácter de gobiernos, clase dirigente y política. Los impactos son claros: diseño institucional acorde a las imposiciones de dichos organismos internacionales.
Las débiles estructuras estatales sirven para reproducir instituciones como el clientelismo, que resulta de viejas transacciones políticas entre representantes de los partidos tradicionales, políticos, comunidades y por supuesto, con empresarios y demás actores de la sociedad civil. Esta misma, al legitimar la precariedad del Estado, adquiere ese carácter en tanto no es capaz de proveer óptimas condiciones para un mercado interno con claro beneficio colectivo, así como para construir puentes comunicativos con el Estado.
El diseño y el funcionamiento institucional estatal está sujeto a la racionalidad clientelar y a una suerte de cultura organizacional promovida por funcionarios públicos y políticos que buscan llegar al Estado no para servir o ayudar a que éste se legitime, sino para aprovechar beneficios o simplemente, para mostrar la efectividad de las redes clientelares aupadas desde el Congreso, los partidos y movimientos políticos, instituciones que al reproducir la ineficiencia y la ineficacia estatal, aseguran su permanencia más por la fuerza del diseño constitucional y la tradición republicana, que por su reales aportes a la democracia y al cumplimiento de lo estipulado en la Carta Política.
El Estado colombiano, contrario a lo que se pretendió mostrar a lo largo de las dos administraciones de Uribe Vélez, no ha dejado de ser débil, violento, precario, ineficiente, incapaz y premoderno, porque es el resultado de un proceso histórico en el que sectores, o reducidas élites, lo concibieron para mantener condiciones de estabilidad del proyecto de país que ellas mismas concibieron y que defienden a dentelladas.
De este modo, y sin contar con un proceso revolucionario capaz de generar una idea distinta y dignificante de país, de nación, a partir, por ejemplo, del respeto a una diversidad cultural reconocida tardíamente, el Estado colombiano se elevó como un orden social, político, económico y cultural con un claro carácter privado que desde siempre anuló el sentido de lo público que deviene con la acción estatal.
Ha sido un proceso de edificación estatal que recoge las posturas y visiones de la élite bogotana y las regionales que históricamente se han avergonzado de compartir territorio con indígenas, negros y mestizos y que han tranzado con fuerzas ilegales (narcotráfico y paramilitares) para mantener el Establecimiento. Esa circunstancia de doble Estado no sólo es aceptada y promovida por los poderes y por la élite bogotana, sino por extensos grupos de ciudadanos que creen que el Estado se hace fuerte, actuando de la mano de poderes de facto, de fuerzas ilegales, de criminales.
De allí que insista en que el funcionamiento y la existencia misma del Estado se sostiene más en el diseño constitucional y en la tradición moderna, que en una idea de país y de nación compartida no sólo por el grueso de la población colombiana, por los actores de la sociedad civil, sino por tres poderes públicos que actúan cada uno cuidando su autonomía, pero manteniendo, por acción u omisión, la incompetencia de un Estado que arrastra no sólo problemas estructurales, de diseño e implementación institucional, sino culturales que se expresan en los discursos y en las actuaciones de quienes por largo tiempo han ocupado diversas instancias de poder y por quienes por largo tiempo han sido sus víctimas.
Lo cierto es que sucesivos gobiernos, conscientes de la precariedad estatal, han creído que esa negativa circunstancia se supera con el fortalecimiento de las fuerzas armadas y el decisivo enfrentamiento de las guerrillas, así como con la creación de institutos, departamentos e instituciones que operativa, técnica, legal y políticamente nacen con problemas por cuanto resultan no sólo de la improvisación o de la fusión de otras, sino porque son producto de tradicionales formas de transacción política (electoral), que replican prácticas organizacionales alejadas de un sentido de lo público suficiente para generar un imaginario positivo del Estado.
Subsisten, entonces, elementos identitarios que históricamente muestran, de un lado, la inconformidad por la existencia de un Estado débil, pero por el otro, la aceptación de esa condición como opción de poder para quienes desde la tradición vienen imponiendo una idea de Estado, de país y de nación, acorde a sus interesadas concepciones y actuaciones.