Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo. Profesor Asociado de la Universidad Autónoma de Occidente, Cali- Colombia
La política es un asunto desde el cual y desde donde se debe hacer viable la vida humana en condiciones dignas. Con la política se construyen -se espera que sea así- y se recorren caminos de diálogo simétrico entre los seres humanos, a pesar de evidentes y hasta naturales diferencias, a través de los cuales es posible vivir en una comunidad de deseos, de proyectos individuales y colectivos, que teleológicamente, terminen dignificando la frágil, compleja y hasta contradictoria condición humana.
La política debe servir para conducir, prever, organizar, ajustar, cambiar y hasta defender sistemas culturales en los cuales se inscriben los procesos adaptivos que el ser humano ha previsto para garantizar su vida en el planeta. Pero también, la política debe reconocer el valor de distintas manifestaciones y prácticas culturales, que juntas, aportan a la comprensión y construcción integral del ser humano que discursivamente deviene en sociedad.
Cuando son posibles el humor, la crítica, el disenso, la controversia, el diálogo simétrico y respetuoso y la opinión contraria, de forma natural se está evaluando el estado de la política, de los mecanismos que la hacen posible, la salud mental de quienes, todos los días, consciente o inconscientemente, hacen política, se comportan política y actúan políticamente. Cuando se restringen la risa, la burla, la parodia, la crítica y la opinión diferente, el ser humano se hace presa de sus propios demonios. Y por ese camino, la muerte y las injusticias, inexorablemente, afloran en cada rincón, haciendo que la política muera y con ella, la posibilidad no sólo de vivir, sino de hacerlo dignamente, con el mayor grado de libertad posible.
En un escenario constitucional amplio y generoso como el que ofrece aún la Constitución de 1991, el humor, la crítica y el disenso, entre otros, se convierten en certeros indicadores que evalúan no sólo el nivel de aprehensión de los preceptos y principios constitucionales por parte de ciudadanos y servidores públicos, sino la salud de la política, de sus formas de expresión, de los trazos que le permiten ser reconocida y aceptada como camino para lograr los más nobles objetivos de una sociedad humana compleja y atormentada por los dobleces del discurso y por las contradicciones que éste genera a la hora de explicar y sostener posturas y prácticas culturales con sentido claramente político.
Los forzosos consensos mediáticos, el unanimismo político e ideológico, y las prácticas de cooptación hegemónica, en conjunto, configuran un cuadro clínico catastrófico para un régimen político que aunque se presenta como democrático, debe trabajar más, de la mano de la política, para asegurar ese talante con el cual el humor, el disenso, la crítica y el pensamiento crítico, entre otros, se elevan como pivotes que sostienen y hacen aceptable, en el tiempo, ese pretendido régimen democrático.
En Colombia, desde 2002, se viene exhibiendo y entronizando en lo más profundo de las expresiones de la política, un desafortunado unanimismo político que va minando la confianza ciudadana en las instituciones, en los actores políticos y en la política, como ruta de entendimiento y solución de los complejos asuntos humanos; pero sobre todo, y es lo más preocupante, la evidente desconfianza entre los ciudadanos que de forma provocada u ocasional sostienen encuentros dialógicos en los que se abordan asuntos públicos de especial significado, particularmente cuando se abordan temas como el referendo reeleccionista, los ‘falsos positivos’, la seguridad democrática y la inexistencia de candidatos que superen los logros de las dos administraciones de Uribe Vélez.
Miremos cada una de esas prácticas culturales que harían posible diagnosticar el estado actual de la política en un país como Colombia en el que ésta dejó de hacer parte estructural de la vida cotidiana de los colombianos, por cuenta de las crisis del bipartidismo y de los mismos partidos, generadas por el Frente Nacional y que hoy, lastimosamente, resurge como posibilidad de entendimiento y de ruta a seguir por cuenta de quienes han restringido los discursos, las posturas, las decisiones y las críticas a los límites de un forzoso consenso en torno a una sola forma de pensar, de actuar y de hacer viable la vida pública y privada.
En lo que toca, por ejemplo al humor político[1], especialmente aquel que circula a través de los grandes medios masivos de información, y en particular en los espacios televisivos, es claro que éste ha sufrido embates de fuerzas[2] que, conociendo su valor como indicador político y cultural del estado de salud, tanto de la política como de quienes hacen posible y viables sus propósitos, saben que con esos golpes ganan la incertidumbre, el miedo, la desazón y la tristeza y consecuentemente, quizás, la inacción política.
En lo que tiene que ver con la crítica, el pensamiento crítico y el disenso, entre otros, hay que reconocer el ambiente hostil que se generó desde las huestes del Palacio de Nariño, con la llegada de Uribe. Apoyado en la resonancia mediática y en el poder de su investidura, el Presidente proscribió éstas prácticas políticas, inscribiéndolas en las prácticas ilegales de terroristas y guerrilleros, y en las ilegítimas y sospechosas de militantes de izquierda, de ONG, fachadas de terroristas, de periodistas y líderes de opinión críticos y librepensadores, entre otros. Sólo falta que proscriba el humor.
De esta manera, la política en Colombia y la discusión de asuntos públicos mostró y muestra hoy síntomas de una enfermedad catastrófica para la convivencia: el desconocimiento, el señalamiento y hasta la persecución del Otro, que se muestra y se expresa contrario, a través del humor, la crítica y el disenso, tanto al discurso guerrerista, a la estigmatización de aquel que piensa distinto y que ejerce su derecho de disentir y alejarse de los forzosos consensos.
Al final, Colombia necesita una política que reivindique la vida, la esperanza, el pensamiento crítico y diverso, pero por sobre todo, que haga posible reír y hacer reír sin miedo. Necesitamos una política para el humor, como indicador de buena salud, y no una política consagrada a la obediencia ciega, que se expresa en los rostros adustos de quienes aceptan, sin más, los forzosos consensos y se inscriben en el unanimismo ideológico, político y mediático en el que vivimos en Colombia desde 2002.
Nota. Visite el blog LA OTRA TRIBUNA: http://www.laotratribuna1.blogspot.com
[1] El caso de Jaime Garzón se erige como un ejemplo claro de lo enferma que está la política en Colombia. Hoy, con seguridad, el humor político se hace con miedo, pero especialmente, se valora y se goza desde el rostro adusto del unanimismo político y el rictus de amargura que generan los forzosos consensos mediáticos en torno a una forma de gobernar e incluso, a una bien promocionada e inmodificable política pública: la seguridad democrática. Con su muerte, a manos de los paramilitares, el humor político en Colombia sufrió una ruptura[1], en doble vía, en lo que tiene que ver con las formas discusivas, diversas y sostenidas a las que apeló en su programa QUAC, el perfil de los personajes creados durante la emisión de ese espacio[1] y el propio de Heriberto de la Calle, expuesto en un espacio del noticiero CM&, así como en lo que tiene que ver con el papel político que jugó Garzón como ciudadano y el rol que quiso jugar a favor de la paz, circunstancia que muy seguramente sumó para que los intolerantes decidieran matarle, para silenciar de un tajo al actor político y al humorista.
[2] Se incluyen aquí las decisiones de política editorial de los espacios televisivos con las cuales se exhiben sus programas de humor, en horarios castigados (casi a la media noche), con lo que garantizan un mínimo impacto.
La política es un asunto desde el cual y desde donde se debe hacer viable la vida humana en condiciones dignas. Con la política se construyen -se espera que sea así- y se recorren caminos de diálogo simétrico entre los seres humanos, a pesar de evidentes y hasta naturales diferencias, a través de los cuales es posible vivir en una comunidad de deseos, de proyectos individuales y colectivos, que teleológicamente, terminen dignificando la frágil, compleja y hasta contradictoria condición humana.
La política debe servir para conducir, prever, organizar, ajustar, cambiar y hasta defender sistemas culturales en los cuales se inscriben los procesos adaptivos que el ser humano ha previsto para garantizar su vida en el planeta. Pero también, la política debe reconocer el valor de distintas manifestaciones y prácticas culturales, que juntas, aportan a la comprensión y construcción integral del ser humano que discursivamente deviene en sociedad.
Cuando son posibles el humor, la crítica, el disenso, la controversia, el diálogo simétrico y respetuoso y la opinión contraria, de forma natural se está evaluando el estado de la política, de los mecanismos que la hacen posible, la salud mental de quienes, todos los días, consciente o inconscientemente, hacen política, se comportan política y actúan políticamente. Cuando se restringen la risa, la burla, la parodia, la crítica y la opinión diferente, el ser humano se hace presa de sus propios demonios. Y por ese camino, la muerte y las injusticias, inexorablemente, afloran en cada rincón, haciendo que la política muera y con ella, la posibilidad no sólo de vivir, sino de hacerlo dignamente, con el mayor grado de libertad posible.
En un escenario constitucional amplio y generoso como el que ofrece aún la Constitución de 1991, el humor, la crítica y el disenso, entre otros, se convierten en certeros indicadores que evalúan no sólo el nivel de aprehensión de los preceptos y principios constitucionales por parte de ciudadanos y servidores públicos, sino la salud de la política, de sus formas de expresión, de los trazos que le permiten ser reconocida y aceptada como camino para lograr los más nobles objetivos de una sociedad humana compleja y atormentada por los dobleces del discurso y por las contradicciones que éste genera a la hora de explicar y sostener posturas y prácticas culturales con sentido claramente político.
Los forzosos consensos mediáticos, el unanimismo político e ideológico, y las prácticas de cooptación hegemónica, en conjunto, configuran un cuadro clínico catastrófico para un régimen político que aunque se presenta como democrático, debe trabajar más, de la mano de la política, para asegurar ese talante con el cual el humor, el disenso, la crítica y el pensamiento crítico, entre otros, se elevan como pivotes que sostienen y hacen aceptable, en el tiempo, ese pretendido régimen democrático.
En Colombia, desde 2002, se viene exhibiendo y entronizando en lo más profundo de las expresiones de la política, un desafortunado unanimismo político que va minando la confianza ciudadana en las instituciones, en los actores políticos y en la política, como ruta de entendimiento y solución de los complejos asuntos humanos; pero sobre todo, y es lo más preocupante, la evidente desconfianza entre los ciudadanos que de forma provocada u ocasional sostienen encuentros dialógicos en los que se abordan asuntos públicos de especial significado, particularmente cuando se abordan temas como el referendo reeleccionista, los ‘falsos positivos’, la seguridad democrática y la inexistencia de candidatos que superen los logros de las dos administraciones de Uribe Vélez.
Miremos cada una de esas prácticas culturales que harían posible diagnosticar el estado actual de la política en un país como Colombia en el que ésta dejó de hacer parte estructural de la vida cotidiana de los colombianos, por cuenta de las crisis del bipartidismo y de los mismos partidos, generadas por el Frente Nacional y que hoy, lastimosamente, resurge como posibilidad de entendimiento y de ruta a seguir por cuenta de quienes han restringido los discursos, las posturas, las decisiones y las críticas a los límites de un forzoso consenso en torno a una sola forma de pensar, de actuar y de hacer viable la vida pública y privada.
En lo que toca, por ejemplo al humor político[1], especialmente aquel que circula a través de los grandes medios masivos de información, y en particular en los espacios televisivos, es claro que éste ha sufrido embates de fuerzas[2] que, conociendo su valor como indicador político y cultural del estado de salud, tanto de la política como de quienes hacen posible y viables sus propósitos, saben que con esos golpes ganan la incertidumbre, el miedo, la desazón y la tristeza y consecuentemente, quizás, la inacción política.
En lo que tiene que ver con la crítica, el pensamiento crítico y el disenso, entre otros, hay que reconocer el ambiente hostil que se generó desde las huestes del Palacio de Nariño, con la llegada de Uribe. Apoyado en la resonancia mediática y en el poder de su investidura, el Presidente proscribió éstas prácticas políticas, inscribiéndolas en las prácticas ilegales de terroristas y guerrilleros, y en las ilegítimas y sospechosas de militantes de izquierda, de ONG, fachadas de terroristas, de periodistas y líderes de opinión críticos y librepensadores, entre otros. Sólo falta que proscriba el humor.
De esta manera, la política en Colombia y la discusión de asuntos públicos mostró y muestra hoy síntomas de una enfermedad catastrófica para la convivencia: el desconocimiento, el señalamiento y hasta la persecución del Otro, que se muestra y se expresa contrario, a través del humor, la crítica y el disenso, tanto al discurso guerrerista, a la estigmatización de aquel que piensa distinto y que ejerce su derecho de disentir y alejarse de los forzosos consensos.
Al final, Colombia necesita una política que reivindique la vida, la esperanza, el pensamiento crítico y diverso, pero por sobre todo, que haga posible reír y hacer reír sin miedo. Necesitamos una política para el humor, como indicador de buena salud, y no una política consagrada a la obediencia ciega, que se expresa en los rostros adustos de quienes aceptan, sin más, los forzosos consensos y se inscriben en el unanimismo ideológico, político y mediático en el que vivimos en Colombia desde 2002.
Nota. Visite el blog LA OTRA TRIBUNA: http://www.laotratribuna1.blogspot.com
[1] El caso de Jaime Garzón se erige como un ejemplo claro de lo enferma que está la política en Colombia. Hoy, con seguridad, el humor político se hace con miedo, pero especialmente, se valora y se goza desde el rostro adusto del unanimismo político y el rictus de amargura que generan los forzosos consensos mediáticos en torno a una forma de gobernar e incluso, a una bien promocionada e inmodificable política pública: la seguridad democrática. Con su muerte, a manos de los paramilitares, el humor político en Colombia sufrió una ruptura[1], en doble vía, en lo que tiene que ver con las formas discusivas, diversas y sostenidas a las que apeló en su programa QUAC, el perfil de los personajes creados durante la emisión de ese espacio[1] y el propio de Heriberto de la Calle, expuesto en un espacio del noticiero CM&, así como en lo que tiene que ver con el papel político que jugó Garzón como ciudadano y el rol que quiso jugar a favor de la paz, circunstancia que muy seguramente sumó para que los intolerantes decidieran matarle, para silenciar de un tajo al actor político y al humorista.
[2] Se incluyen aquí las decisiones de política editorial de los espacios televisivos con las cuales se exhiben sus programas de humor, en horarios castigados (casi a la media noche), con lo que garantizan un mínimo impacto.